He buscado en la Secretaría provincial la carpeta de documentos que lleva su nombre.
Tiene las cosas comunes a todo hermano profeso en esta Provincia Franciscana de Santiago: la partida de bautismo, un certificado de buena conducta, un certificado médico, letras testimoniales del Obispo diocesano, petición de admisión a la profesión de votos simples, formulario para la disposición de bienes antes de la profesión solemne…
Eso es lo que allí hay: cosas comunes, las cosas de todos, en el principio de un camino que la gracia de Dios y la disponibilidad del hermano Carlos iban a hacer muy especial.
Había nacido en Medina de Rioseco, provincia de Valladolid, entonces diócesis de Palencia, el 23 de agosto de 1934. Y, a los 19 años, el 15 de octubre de 1953, día de Santa Teresa de Jesús, comienza en el convento de San Francisco de Santiago su noviciado para Hermano Menor.
Aquel joven que soñaba con ser eso, hermano y menor, al poco tiempo se despertó Ministro provincial, responsable de una Provincia religiosa cargada de historia y de esperanzas.
No había llegado a completar la mitad de su mandato cuando, llevándolo esta vez más allá de las responsabilidades propias del franciscano que era, el Papa Pablo VI lo nombró arzobispo de Tánger. Carlos Amigo tenía entonces 39 años –dicho por él: “Aún tenía aire de monaguillo”-.
En mayo de 1982, fue nombrado arzobispo de Sevilla.
Y en octubre de 2003, a ese hermano siempre menor, el Papa Juan Pablo II lo nombró cardenal.
Recuerdo un encuentro con el P. Carlos en su despacho de Ministro provincial. Cuando niño, había vivido algo semejante en el despacho del Maestro de disciplina del Colegio seráfico: había acudido allí lloroso porque alguien me había llamado “sapo”, y era obvio que yo no era un sapo sino un cristiano. Ahora, crecidito aunque no mucho, acudía una vez más a lamentar ante la autoridad competente alguna afrenta personal. Y el P. Carlos, comprensivo, severo y determinado, me recordó que ya no era tiempo de que me comportase como un niño. Puede que nunca haya dejado de serlo, pero al menos, desde entonces, supe que lo era.
Hoy, día de despedidas hasta el cielo, quiero traer aquí otras palabras, las que el Cardenal Carlos Amigo Vallejo me dirigió en la catedral de Tánger el día que me ordenó obispo de aquella Iglesia, de la que también él había sido pastor:
“El obispo está siempre sometido a unos riesgos. Riesgo de la hacienda, pues tendrá que repartirla entre los pobres. Riesgo de la vida, que vale más que la hacienda, que tendrá que gastarla en el servicio del pueblo. Riesgo de la paz, que vale más que la vida, y que tendrá tantas veces que comprometerla por defender la honra de su rebaño. Y riesgo de la condenación, si no es fiel a todos estos deberes. Pero estos riesgos se convierten enseguida en esperanza, porque Dios va a poner en tus manos lo que él más quiere. ¡Fíjate si confía en ti! Lo más querido de Dios lo va a poner en tus manos porque tiene confianza en ti. Y cuando lleguen a ti los pobres, los pobres no son tuyos, son de Dios, pero Dios los quiere tanto que te busca a ti para que los sirvas. Los enfermos no son tuyos, son de Dios, pero Dios los pone en tu camino para que tú se los cures. Los indigentes no son tuyos, son de Dios, pero Dios los pone en tu casa para que tú los atiendas. Los pecadores no son tuyos, son de Dios, pero Dios los pone a tu lado para que tú los perdones. ¡Lo más querido de Dios va a ser administrado por tus manos!”
Aquel día, el cardenal arzobispo de Sevilla me estaba hablando a mí, y lo hacía con el corazón en la mano, porque estaba hablando de él.
Hasta el abrazo del cielo, hermano Carlos