sábado, 20 abril, 2024

UNA CONSAGRACIÓN APASIONADA

Acaba de fallecer el franciscano Carlos Amigo Vallejo, cardenal de la Iglesia y Arzobispo emérito de Sevilla (1934-2022). Deja un ejemplo claro de lo que es servir con altura de miras, capacidad para el diálogo y escucha y ejercicio de un liderazgo muy evangélico.

Las personas «grandes» dejan riqueza por donde pasan. En el caso de Fray Carlos nos hemos enriquecido todos y particularmente los lugares donde vivió la misión: Santiago de Compostela, Tánger, Sevilla, Madrid… En el archivo de Vida Religiosa contamos con varias colaboraciones suyas. Por su significatividad publicamos hoy Una consagración apasionada: Eucaristía y vida consagrada (2005) que consiste en una auténtica revelación de lo que fue su vida (DeP).

¿A quién no le agrada la vida y gozar de días felices? (Sal 33,13). Más que un interrogante, estas palabras del salmo son una invitación a buscar el verdadero manantial de la vida caminan­do en la ley del Señor. San Pablo nos ofrece la solución: vivir íntimamente unidos a Cristo, el Señor muerto y resucitado. Quien desea seguir fielmente a Cristo tiene que mirar hacia el horizonte donde se contemplan las “cosas de arriba”, pero sin perder el sentido de la responsabilidad que le incumbe en hacer que las “cosas terrenas” sean más conformes con el querer de Dios. “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3, 1-3).

Si de cualquier cristiano se ha de decir que la última razón de su vida es Cristo, cuanto más de aquellos que eligieron la profesión de los consejos evangélicos para hacer de su existencia una señal inequívoca de una existencia radicalmente comprometida con Cristo en Dios. La Eucaristía, celebrada, adorada y vivida, es el manantial y la fuente para una vida tan escondida y tan visible. De tantas aparentes limitaciones provocadas por pobreza, el desprendimiento y la gratuidad, y de tan admirable testimonio de una vida unida al sacrificio redentor de Cristo. En verdad se trata de una “consagración apasionada” para ser testigos del insondable amor de Dios por la humanidad.

 

Escondidos con Cristo en Dios

Lugar privilegiado y central es el que le corresponde a la Eucaristía en la vida consagrada, pues al estar inseparablemente unida a la Iglesia, no tiene otra fuente más abundante y fecunda de vida espiritual que la que puede encontrar en el sacrificio y la ofrenda, en la comunión con el pan partido y la sangre derramada.

No es pues de extrañar que se recomiende a los consagrados y consagradas “tener la preocupación de adquirir una conciencia, cada vez más profunda, del gran don de la Eucaristía, y de colocar en el centro de la vida el Sagrado Misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vivo y presente en la comunidad para sostenerla y animarla en su camino hacia el Padre. De aquí se deduce la necesidad de que cada casa religiosa tenga, como cen­tro de la comunidad, su oratorio, donde sea posible alimentar la propia espiritualidad eucarística, mediante la oración y la adoración. Efectivamente, es en torno a la Eucaristía celebrada y adorada, “vértice y fuente” de toda la actividad de la Iglesia, donde se construye la comunión de los espíritus, premisa para todo crecimiento en la fraternidad. De aquí debe partir toda forma de educación para el espíritu comunitario” (La vida fraterna en comunidad 14).

Si los que profesan los consejos evangélicos tienen que buscar ardientemente el amor de Dios, el servicio en la caridad al prójimo y la incorporación a la misión de la Iglesia, no pueden por menos que beber en los más auténticos manantiales de la espiritualidad cristiana. El primero, el más imprescindible y el más abundante es la Eucaristía (Perfectae caritatis 6).

“Ante todo la Eucaristía, -nos dice la exhortación Vita consecrata (VC)- que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres», corazón de la vida eclesial y también de la vida consagrada. Quien ha sido llamado a elegir a Cristo como único sentido de su vida en la profesión de los consejos evangélicos, ¿cómo podría no desear instaurar con El una comunión cada vez más íntima mediante la participación diaria en el Sacramento que lo hace presente, en el sacrificio que actualiza su entrega de amor en el Gólgota, en el banquete que alimenta y sostiene al Pueblo de Dios peregrino? Por su naturaleza la Eucaristía ocupa el centro de la vida consagrada, personal y comunitaria. Ella es viático cotidiano y fuente de la espiritualidad de cada Instituto. En ella cada consagrado está llamado a vivir el misterio pascual de Cristo, uniéndose a Él en el ofrecimiento de la propia vida al Padre mediante el Espíritu. La asidua y prolongada adoración de la Eucaristía permite revivir la experiencia de Pedro en la Transfiguración: “Bueno es estarnos aquí”. En la celebración del misterio del Cuerpo y Sangre del Señor se afianza e incrementa la unidad y la caridad de quienes han consagrado su existencia a Dios” (VC 95).

La Eucaristía es el centro, el lugar más adecuado para el encuentro con el Señor. Igual que a los discípulos de Emaús, Cristo ilumina la mente y el corazón y hace comprender el misterio de su presencia pascual. Después del diálogo con Jesús, aquellos discípulos volvieron a la comu­nidad. Ha sido en la celebración de la Eucaristía cuando se han sentido plenamen­te identificados con Cristo, pero también cuando han reparado en su pertenencia a una comunidad, peregrinante por este mundo para anunciar el evangelio. La Eucaristía es el “viático diario” en el camino de la conformación total con Cristo, pues, al ofrecer el sacrificio, el consagrado es también ofrecido y se reafirma en él la alianza que hizo con su Señor en la profesión religiosa. Se une al sacrificio de Cristo en tal manera que la vida del ofrecido y consagrado se hace señal ante los hombres del Señor muerto y resucitado.

Al acercarse a la Eucaristía se ha reavivado el deseo de reconciliación fraterna, pues no se puede presentar la ofrenda con el corazón alejado del amor a los hermanos; además, se ha comprendido que la Eucaristía es el “corazón de la vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de la vida comunitaria, la misión apostólica” (Caminar desde Cristo (CDC), 26). Fraternidad y misión se unen. La Eucaristía es el sacramento de la unidad que rompe cualquier distanciamiento, que aleja de recelos e indiferencias, pues “en la comunión con Jesús Eucaristía” se alcanza el grado más alto de la capacidad para amar y para servir. En definitiva, la Eucaristía es la fuente más adecuada e inagotable de espiritualidad para cualquier forma de vida consagrada (cf. CDC 26).

 

Consagrados para ofrecer el sacrificio

Con la profesión de los consejos evangélicos se ratifica y ahonda esa in­condicional voluntad de identificación con Cristo, que ya se hizo en la primera y más radical consagración a Dios que es la del Bautismo. Es en la Eucaristía donde se vive plena y sacramentalmente esa unión con el Señor, no sólo de una manera individual sino en comunión con toda la humanidad, por la que Cristo se ofrece. Misterio de la Encarnación y de la Eucaristía unidos en el permanente ofrecimiento del sacrificio, la alabanza y la gratitud en esa oración continua que es la experiencia trinitaria en la vida consagrada, pues se hace reconocimiento al Padre por la acción salvadora, realizada por el Hijo y la súplica al Espíritu para que todo en el mundo sea transformado en reinado de Dios.

La Eucaristía es signo y alimento de la vida consagrada que, a su vez, manifiesta la presencia de Cristo que se entrega sin medida. Por eso, los consagrados asumen las aspiraciones y sufrimientos de los hombres y los hacen suyos y por ellos se sacrifican, pues como nos recuerda Juan Pablo II: “A través de todo lo que hacéis y, sobre todo, mediante lo que sois, que se proclame y se confirme la verdad de que Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella; la verdad que está en la base de toda la economía de la Redención. Que de Cristo, Redentor del mundo, brote como fuente inagotable vuestro amor a la Iglesia” (Redemptionis donum 15). La celebración de la Eucaristía es el centro de la vida espiritual de cualquier comunidad consagrada y el momento más adecuado para renovar la propia consagración.

Es Cristo quien vive en mí

El corazón nuevo por el que suspiraban los profetas se manifiesta en la identificación con Cristo en la Eucaristía. El sacrificio es nuevo, igual que la alianza, el hombre, el mandamiento y la comida espiritual. También la vida consagrada es una nueva forma de vivir en una generosa dedicación a Cristo y con Cristo y al servicio de la Iglesia. Como grano de trigo que muere para poder dar fruto y gustar plenamente del más apreciado pan: la Eucaristía.

En esa oblación, de un amor desprendido y un ofrecimiento generoso, tiene que resplandecer el sentido martirial de la vida consagrada: muertos con Cristo para contribuir a la resurrección de todo en Dios. La identificación íntima y profunda con el Señor tendrá su mejor expresión en la cruz, en una existencia siempre entregada plenamente al Padre en unión con el Hijo y con la gracia del Espíritu. El sacrificio eucarístico, celebrado y vivido de cada día, hará gustar las profundidades del insondable misterio trinitario.

Para hacer la voluntad del Padre

¡Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad! (Heb 10, 7), puede decir con pleno sentido la persona consagrada y oír, a continuación, las palabras del Maestro: ésta es la voluntad de mi Padre: que no se pierda ninguno de los que Él me ha dado (Jn 6, 39).

La obediencia, como gracia de Dios y como voto y promesa del consagrado, es una trasformación total de la persona que se hace don para los demás. A la manera del pan ofrecido, y después de la consagración eucarística, la persona obediente puede decir: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2, 20). Las apariencias quizás no hayan cambiado, pero esa persona, ese hombre, esa mujer, es alguien que no vive para sí mismo sino para los demás. La participación en la Eucaristía, entrega y comunión compartida, es muerte de uno mismo para dar la vida por quienes se ofrece el sacrificio. Beber el cáliz de Cristo es incorporarse a su misterio pascual.

Un amor sacrificado, sin medida, es la mejor prueba de la libertad personal que, sin renunciar a ella, se pone en las manos de otro para que se pueda realizar mejor la obra de la salvación. Así lo hizo Cristo, que se pone en las manos del Padre para realizar la obra de la más generosa entrega. Así también lo ha de hacer en su vida la persona consagrada a fin de que pueda llevarse a cabo la misión evangelizadora de la Iglesia.

Dios Padre, en la resurrección, devuelve al Hijo la libertad escondida en la muerte y, recogida por el Espíritu, se hace regalo y don que ofrece a quienes desean acompañar a Cristo en su misterio pascual. En la Eucaristía, pues, con el pan se ofrece la persona y en la comunión se recibe una libertad renovada y enriqueci­da con la presencia de Cristo, muerto por  nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rom 4, 25).

Enriquecidos con su pobreza

La Eucaristía es viático, pan vivo bajado del cielo para alimento de aquellos que desean seguir fielmente a Cristo. En la vida cristiana, y particularmente en la vida consagrada, este viático de la Eucaristía es el único que puede enriquecer nuestra debilidad y pobreza con la fortaleza de un amor entregado hasta la muerte.

Igual que el pueblo de la Alianza lo abandonara todo y se pusiera en las manos providentes de su Dios, así la profesión religiosa, en sus diversas formas, lleva consigo el desprendimiento de todas las cosas y la aceptación del maná del amor de Dios que cuida de los suyos. Pobreza que se hace identificación con el amor de Dios y ofrecimiento de la propia vida para que en ella pueda realizarse, por la gracia del Espíritu, la obra salvadora que Dios quiere para toda la humanidad.

La pobreza se convierte así en sacramento del Espíritu, pues cualquier obra que se pueda realizar, no lo será por la eficacia de los medios que tenemos y empleamos, sino por la acción gratuita de Dios que eligió a los débiles para realizar las acciones más admirables.

Cada vez que celebramos la Eucaristía anunciamos la muerte del Señor hasta que el vuelva. La vida en pobreza significa que se mantiene la esperanza en el cumplimiento de las promesas del Señor. Los dones son humildes, pan y vino, pero el amor de Cristo y la acción del Espíritu los convierten en el cuerpo y la sangre santísimos. La pobreza quedaba justificada y santificada por el amor en la entrega. Ser pobres con Cristo y para evangelizar a los pobres.

Un sólo corazón

Con un corazón sin divisiones, con un amor sin límites ni fronteras, la persona consagrada ofrece, en una vida en castidad, la señal de un amor universal y sin reserva alguna. El cuerpo entregado y la sangre derramada adquieren una especial significación con la promesa de castidad, en la que se ofrece la grandeza de un amor entregado con el sacrificio de Cristo, para contribuir a la transformación del mundo y a que, desde donde sale el sol hasta el ocaso, pueda vivirse plenamente, y sin limitaciones, el mandato nuevo del amor.

Si la castidad es también un signo escatológico del Reino futuro, no podría encontrar mejor realización que en la Eucaristía, que es anticipo del banquete de la gloria que se nos promete.

Igual que en la Eucaristía, en la castidad consagrada no hay destrucción de los dones, sino una admirable trasformación. Del pan, al Pan de vida. De la persona humana, a la identificación plena con Cristo en un amor incondicional.

En la vida fraterna

Nos decía el Concilio Vaticano II que, “a ejemplo de la primitiva Iglesia, en la cual la multitud de los creyentes eran un corazón y un alma, ha de mantenerse la vida común en la oración y en la comunión del mismo espíritu, nutrida por la doctrina evangélica, por la sagrada Liturgia y principalmente por la Eucaristía” (PC 15). Esta es la recomendación para la vida fraterna, que gracias al don de la caridad que el Espíritu Santo ha derramado sobre los hermanos, se convierte en una clara señal del misterio cristiano de la comunión con Cristo.

Aunque no en todas las formas de vida consagrada se lleva una vida en común, sin embargo, el sentido de pertenencia a una comunidad fraterna es imprescindible en aquellos que se consagran a Dios y están particularmente unidos a la acción evangelizadora de la Iglesia.

La comunión con Cristo urge la unión entre los hermanos y se hace expresión visible de aquello que constituye el signo del reconocimiento de los discípulos de Cristo: el amor fraterno. A pesar de ser muchos y tan diferentes, se puede hacer un solo cuerpo por la participación del único pan (ICor 10, 16-17). Como vid y sarmientos, en la Eucaristía no sólo se produce la unión con Cristo, sino también con todos aquellos que reciben la misma gracia de la entrega y de la presencia vi­va de Cristo.

En la epíclesis antes de la comunión, las palabras no pueden ser más expresivas: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo” (II). “Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la víctima por cuya inmolación qui­siste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un so­lo Espíritu” (III).

La comunidad es ese cuerpo espiritual de Cristo unido por la gracia del Espíritu. Iglesia doméstica de una familia que no se ha reunido ni está constituida por vínculos de sangre humana, sino por el sacrificio redentor de Jesucristo. Cuando la comunidad consagrada pone la mesa para la celebración de la Eucaristía, tiene que sentar místicamente en ella a todos los hombres y mujeres del mundo, ofrecerse con ellos y por ellos, y, al comulgar con el cuerpo de Cristo, hacerlo también por todos. Que nadie quede excluido en banquete tan generoso.

A la mesa de la Palabra y de la Eucaristía se une la mesa de la Misericordia y de la Misión, pues quien participa de tan santo sacrificio se convierte en misericordia con el Misericordioso y presta su propia vida para que sirva de bien redentor para todos.

Juan Pablo II propuso la comunidad consagrada como icono de la Santísima Trinidad. “Por tanto, la vida consagrada está llamada a profundizar continuamente el don de los consejos evangélicos con un amor cada vez más sincero e intenso en dimensión trinitaria: amor a Cristo, que llama a su intimidad; al Espíritu Santo, que dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones; al Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada. De este modo se convierte en manifestación y signo de la Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como modelo y fuente de cada forma de vida cristiana. La misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con ‘un solo corazón y una sola alma’ (Hch 4, 32), se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas” (VC 21). Muchos y diferentes, pero unidos en un solo corazón. Unidos con Cristo al Padre por la gracia del Espíritu.

Estoy con vosotros todos los días

Si nuestra adoración ha de hacerse en espíritu y verdad, ningún camino mejor para ello podemos tener que el de la adoración eucarística. Vida martirial se ha llamado a la vida consagrada. Pues la Eucaristía fue conservada para que pudiera estar cerca de aquellos que iban a sufrir el martirio. Si la vida consagrada es comunión, la Eucaristía se guardaba para com­partirla con otras Iglesias en señal de unidad y caridad fraterna.

Cristo presente y vivo en la Eucaristía. El sagrario tiene que ser, para la comunidad consagrada, tienda permanentemente abierta del encuentro con el Señor, para dejarse hablar con su palabra e inflamar el corazón con su amor. ¿No nos ardía el corazón cuando lo escuchábamos?, dicen los discípulos de Emaús. La adoración del Santísimo lleva a la comunión en el sentido eucarístico más amplio: unión con Cristo y unión con los hermanos. Adorar es amar. Identificación y deseo de realizar aquella misma misión que hiciera Aquel al que se adora.

“Reunidas en su nombre -recordaba Pablo VI- vuestras comunidades tienen de por sí como centro la Eucaristía, sacramento de amor, signo de unidad, vínculo de caridad. Es, pues, conveniente que ellas se encuentren visiblemente reunidas en torno a un oratorio, donde la pre­sencia de la Sagrada Eucaristía expresa y realiza a la vez lo que debe ser la principal misión de toda familia religiosa, como, por otra parte, de toda asamblea cristiana. La Eucaristía, gracias a la cual no cesamos de anunciar la muerte y la resurrección del Señor y de preparamos a su venida gloriosa, trae constantemente a la memoria los sufrimientos físicos y morales que agobian a Cristo y que, sin embargo, habían sido aceptados libremente por Él hasta la agonía y la muerte. Las amarguras que se os presentan sean para vosotros la ocasión de llevarlas junta­mente con el Señor y ofrecer al Padre tantas desgracias y sufrimientos injustos como afligen a nuestros hermanos y a los cuales sólo el sacrificio de Cristo puede dar, en la fe, un significado” (Evangélica testificatio 48).

Juan Pablo II, en la carta Mane nobiscum, Domine, dice a los consagrados y consagradas: “Vosotros, llamados por vuestra propia consagración a una contemplación más prolongada, recordad que Jesús en el Sagrario espera teneros a su lado para rociar vuestros corazones con esa íntima experiencia de su amistad, la única que puede dar sentido y plenitud a vuestra vida. Todos vosotros, fieles, descubrid nuevamente el don de la Eucaristía como luz y fuerza para vuestra vida cotidiana en el mundo, en el ejercicio de la respectiva profesión y en las más di­versas situaciones. Descubridlo sobre todo para vivir plenamente la belleza y la misión de la familia” (n. 30). Que la presencia real del Señor en la Eucaristía sea la señal de una comunión que se construye cada día en la caridad (Cf. Dimensión contemplativa de la vida religiosa 15).

En este año de la Eucaristía, y particularmente con motivo del día de la vida consagrada, he querido compartir con todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, estas reflexiones sobre la Eucaristía y la vida consagrada. Por otra parte, es obligación, que muy gustoso asumo, al recordar las palabras de la instrucción Verbi Sponsa: “Los Obispos, como pastores y guías de todo el rebaño de Dios, son los primeros custodios del carisma contemplativo. Por tanto, deben alimentar la comunidad contemplativa con el pan de la Palabra y de la Eucaristía, proporcio­nando también, si es necesario, una asistencia espiritual adecuada por medio de sacerdotes preparados para ello” (n. 8).

El beato Marcelo Spínola, cardenal arzobispo de Sevilla, y fundador de las Esclavas del Divino Corazón, escribía: “La Eucaristía es la más bella expresión del amor de Jesucristo a los mortales. Por ella vive con nosotros siempre en todas partes: nos habla a toda hora, y con su palabra nos ilumina, con su consejo nos guía, con su fuerza nos sostiene, con su virtud nos santifica, con su amor nos embelesa santamente, y con su presencia nos consuela; es ese don literalmente la flor de nuestro campo, que con su aroma sanea el aire de la tierra, y con su hermosura alegra y recrea nuestro ánimo” (Pastoral 30-5-1903).

Con mi bendición y sentimientos de fraterno afecto.

 

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