En camino con Cristo hacia la Pascua:

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Jesús, la Iglesia, los pobres, van camino de la Pascua.

Su noche se hace ahora dura oscuridad. Es la última etapa de su “abajamiento” hasta la muerte, hasta la cruz.

Esta vez la tempestad no se calma, y la barca se hunde. Esta vez la muerte no retrocede, y el espíritu ha de ser entregado. Esta vez, el hombre queda solo con el misterio de Dios. En la cruz, con el crucificado, queda la noche de la fe.

El Domingo de Ramos en la Pasión del Señor es nuestra primera celebración del éxodo de Jesús desde este mundo al Padre.

En este día, la Iglesia recuerda la entrada de Cristo en Jerusalén para consumar el misterio pascual”.

Bendito el que viene en nombre del Señor”:

Entonces era la gente que iba con Jesús la que gritaba: “Bendito el que viene en nombre del Señor”. Hoy lo proclamas tú, Iglesia convocada a la celebración anual de los misterios de la Pascua.

Entonces lo decían quienes habían reconocido en Jesús de Nazaret la imagen del Mesías esperado. Hoy lo proclama la comunidad de los discípulos que el Mesías ha llevado consigo desde la esclavitud a la libertad.

Entonces, la multitud de los que iban con Jesús, no sólo lo aclamaban, sino que, a su paso, unos “extendían sus mantos por el camino”, otros “cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada”. Hoy, porque recuerda la libertad que ha recibido y hace memoria del Rey que se la ha dado, la comunidad de los discípulos, la asamblea de los pobres, agita ramos de olivo en sus manos y, con el manto de la fe, alfombra el camino del que ha venido “en nombre del Señor” para ser su salvador, su redentor, su liberador.

Anonadamiento:

Deja, Iglesia de Cristo, que el profeta te lleve de la mano al conocimiento del misterio, y “mira a tu Rey, que viene a ti, humilde”. Instruida por su palabra, podrás ver en Jesús de Nazaret, pobre y humilde, el sacramento de la salvación que te visita.

Mira a tu Rey”: Humilde fue su nacimiento, humilde lo has visto que aprendía en Nazaret, humilde lo has visto trabajar por la redención de todos, humilde lo ves ahora que viene a ti, “montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”, humilde lo verás que pende en el árbol de la cruz, fruto misterioso que la caridad de Dios ha madurado para que vivas.

El profeta te dice: “Mira a tu Rey que viene a ti”; y la fe entiende que tu Rey viene por ti, viene para ti, viene porque te ama.

Mira a tu Rey”: El profeta lo dice “humilde”, y tú, aleccionado por el Espíritu, entras en el misterio de esa humildad. Viene “humilde” tu Rey, pues viene en tu condición humillada, en tu humanidad, en tu pequeñez. Viene “humilde” tu Rey, pues, al encarnarse el Hijo de Dios, hizo suyo para llevarlo él, lo que llevábamos nosotros porque era nuestro: “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron”.

Mira a tu Rey”: No viene a ti con legiones de ángeles, tampoco con legiones de soldados; viene a ti ungido para evangelizar a los pobres, para proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista, para anunciar el año de gracia del Señor.

Mira a tu Rey”: Verás a tu salvador, verás que vine a ti tu redentor, y aclamarás a tu Señor, a tu Dios.

Plenitud:

Has entrado en el misterio de lo que Cristo ha recibido de ti. Considera ahora lo que tú has recibido de él.

Algo muy grande ha de ser, pues con solo haberlo visto en la pequeñez de un niño, tomándolo en brazos, el justo Simeón bendijo a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu salvador”. Grande es sin duda lo que llena la vida de un hombre, sus deseos, sus esperanzas; pero grande hasta la plenitud ha de ser lo que cumple las esperanzas de todos, todos los deseos, todas las promesas.

La gente que, subiendo a Jerusalén, iba aquel día delante y detrás de Jesús, reconoció en él al Rey mesiánico que llegaba a Sión. Allí donde los ojos sólo ven a un hombre pobre y humilde; la fe contempla al Mesías justo y triunfador, que suprimirá carros y caballos para el combate, que romperá el arco guerrero, y proclamará la paz a los pueblos. Por eso la gente lo aclama: _ ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo! Aclaman por lo que ven, por lo que se les ha revelado, por lo que creen, por lo que la fe les permite esperar.

Pero a ti se te han manifestados misterios que el justo Simeón no pudo conocer, y que las gentes que iban con Jesús no pudieron sospechar. Tú has bebido en Cristo un agua que salta hasta la vida eterna. Tú has sido iluminado en Cristo por la luz de Dios. Tú has resucitado con Cristo a vida nueva. A ti se te ha concedido creer y renacer por el agua y el Espíritu para ser hijo de Dios. Por eso aclamas: _ ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo!

Que el hombre no separe lo que Dios ha unido:

En aquella ocasión, a quienes le preguntaban por matrimonio y divorcio, Jesús les respondió: _ ¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Es éste un gran misterio”, escribió el apóstol Pablo, y añadió: “Y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia”.

Es éste el misterio de comunión que consideraba el obispo Agustín cuando, en sus comentarios sobre los salmos, escribió: “No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a él como miembros suyos, de forma que él es Hijo de Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, Dios uno con el Padre y hombre con el hombre”.

Esto es lo que crees, Iglesia de Cristo, y en esto es en lo que serás tentada.

Recuerda las palabras que el tentador dice a Jesús en el desierto: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Recuerda también las que le dicen a tu Señor, al que es tu cabeza, quienes pasaban cerca de él en la hora tenebrosa de su pasión: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”. Si eres Hijo de Dios, niega tu condición de Hijo del hombre. Puesto que eres grande, anula los límites de tu pequeñez. Ya que eres fuerte, anula tu debilidad.

No separes, Iglesia de Cristo, tu pequeñez de su grandeza, pues él no separa su grandeza de tu pequeñez. Tu Señor abrazó tu condición y bajó contigo hasta tu muerte, hasta tu cruz. Tu Señor baja contigo, con tus hijos, con tus pobres, a las filas de los que no encuentran trabajo, a los cartones de los que no tienen hogar, a los caminos del emigrante, a la clandestinidad del que no es rentable, a las pateras de los que nunca llegan a destino. Tu Señor baja contigo al lecho de tu enfermedad, al de tu agonía, al de tu muerte. Tu Señor baja contigo, en tus hijos, en tus pobres, a los caminos que recorres humillada, despreciada, ultrajada, crucificada.

Ama esa pequeñez que Cristo hizo suya, y agradece la plenitud que de Cristo has recibido. Clama en tu dolor, pues es dolor verdadero; pero no olvides orar por quienes te hacen sufrir, e invocar sobre ellos la gracia del perdón.

Ésta es tu procesión:

Recordando con fe y devoción la entrada triunfal de Jesucristo en la Ciudad Santa, le acompañaremos con nuestros cantos, para que participando ahora de su cruz, merezcamos un día tener parte en su resurrección”.

Hoy acompañamos a Cristo y lo aclamamos, no tanto por la resurrección que esperamos se manifieste un día en nuestra mortalidad, cuanto por la certeza de que el Rey ya ha venido humilde a la tierra de nuestra debilidad. No te alegras por lo que en Cristo aún esperas alcanzar, sino por lo que ya en él has recibido.

Hoy, mientras con palabras de evangelio recuerdas a tu Rey que viene a ti, humilde, ves en él a tus hijos, ves en él a tus pobres. Y si vuelves los ojos a tus hijos, a tus pobres, ves en ellos el rostro de tu Señor. Alégrate y goza, Iglesia cuerpo de Cristo, pues sabes que ya no recibirás pobres sin que en ellos te visite tu Rey, y no recibirás al Rey sin que venga con él su cortejo de pobres.

No temas a los que intenten parodiar tu camino. “No temáis a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más”. Si conociesen al Señor, también ellos vendrían a caminar contigo. Ámalos. Tal vez un día los veas agitar a tu lado el ramo de la alegría y del agradecimiento.

Ésta es tu Eucaristía:

La fe te dice quién viene a ti en la Eucaristía que celebras: Viene el Señor; escuchas su palabra, comulgas su Cuerpo y su Sangre.

Recuerda, Iglesia de Cristo, las palabras que hablan de tu unión con él: “Ya no son dos, sino una sola carne”. Proclama de nuevo las palabras del profeta: “Decid a la hija de Sión: Mira a tu Rey, que viene a ti, humilde”. Viene humilde en su palabra y en su pan; viene y se te ofrece para ser tuyo, como son tuyos las palabras que escuchas y el pan con que te alimentas; viene y se queda en tu pequeñez, en tus hijos, en tus pobres; tu Rey irá contigo “en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad”, irá siempre contigo, porque “ya no sois dos, sino una sola carne”.

La Eucaristía que celebras es sacramento de amor extremo, del amor con que el Hijo de Dios vino a ti, del infinito amor con que, despojado de su rango, ceñida la toalla de la condición humana, te lavó los pies para que tuvieras parte con él.

Reconoce en la diversidad de los signos la unidad del misterio que se te revela. El que se entregó a ti cuando te dijo: “Tomad, esto es mi cuerpo”,  se te entregó de manera semejante cuando se arrodilló a tus pies para lavarte. El que partió para ti el pan con que te alimenta, él mismo es la fuente de la que brota el agua con que te purifica.

En tu Eucaristía, como en tu procesión, agradeces lo que ya has recibido de tu Señor, te asombras de reconocerle unido a ti para siempre en tu humanidad, de saberte unida a él en su divinidad, y aprendes a vivir del amor que has conocido.

Éste es tu canto:

Podemos aclamar a Jesús, acompañándolo como la multitud que subía con él a Jerusalén. El canto nace de la fe que permite reconocer en Jesús al Rey que, humilde, viene a ti.

Proclamando, con ramos de palmas: ¡Hosanna en el cielo!, podemos profetizar con los niños hebreos la resurrección del Señor. El canto anuncia lo que la multitud aún no podía conocer, y anticipa, en la alegría de los niños, la alegría de los fieles por Cristo resucitado.

Con la Virgen María, podemos proclamar la grandeza de Dios, porque en el Rey que a nosotros viene humilde, el Señor ha mirado nuestra humillación e hizo maravillas en sus pobres.

Jesús, la Iglesia, los pobres, van camino de la Pascua.

Mientras dure la noche, caminemos a la luz del amor.

Tánger, 14 de abril de 2011.

Jueves de la V semana de Cuaresma.

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