Jesús lo dijo así: “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo”.
Y el corazón entiende que ese tesoro, ese reino, se llama Jesús.
De él dice la fe: En Cristo Jesús, el Padre nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. En Cristo Jesús, el Padre nos ha elegido antes de crear el mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. En Cristo Jesús, el Padre nos ha destinado a ser sus hijos. Por Cristo Jesús hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
Recuerda lo que en la noche del nacimiento de Jesús los ángeles anunciaron a los pastores: “Os traigo una buena noticia, una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor”. Recuerda la señal que el ángel dio a los pastores para llevarlos al encuentro de aquel evangelio, de aquella alegría: “Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Si aún nos has entendido que a aquellos pastores se les da la señal para que encuentren el tesoro escondido, fíjate en lo que acontece cuando lo encuentran: “Encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño”. Todos se admiran de lo que dicen los pastores: un tesoro siempre causa admiración, asombro; un tesoro siempre se guarda cuidadosamente; y “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.
Recuerda también las palabras de aquel hombre justo que se llamaba Simeón y que aguardaba el consuelo de Israel –ése, el consuelo de Israel, era el tesoro escondido que él esperaba encontrar-. Cuando los padres de Jesús entraban en el templo para cumplir lo acostumbrado según la ley, Simeón tomó en brazos al niño y bendijo a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto el hontanar de la salvación”. ¡Mis ojos han visto el tesoro que esperaba encontrar!
Ya sé que ese tesoro que es Cristo Jesús nosotros no lo encontramos como lo encontraron los pastores, ni lo tomamos en brazos como lo tomó el justo Simeón; pero se nos muestra en la palabra de Dios, lo encontramos en el amor de su voluntad, y así lo vamos diciendo con el salmista: “Mi porción –mi tesoro- es el Señor… Más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata… Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo”.
Y si la palabra de Dios es el campo en el que he de buscar el tesoro escondido, palabra de Dios para mí son los pobres, mandato con el que Dios me obliga son los pobres, ley de Dios para mí es el hombre, voluntad de Dios para mí es el otro, es su vida, es su libertad, es su dignidad. Palabra de Dios para mí eres tú.
Tú eres el campo en el que se me ofrece Cristo Jesús.
Por él, por ti, he de darlo todo para adquirir el campo.
Si has encontrado a Cristo Jesús en las palabras del Señor y en la vida de los pobres, entonces lo reconocerás también en la eucaristía, y lo recibirás lleno de alegría, y lo guardarás en el corazón como la madre de Jesús guardaba en el suyo el misterio de su hijo.
Feliz búsqueda del tesoro escondido. Feliz encuentro con Cristo Jesús en su palabra, en su eucaristía, en sus pobres.