El silencio de las ovejas

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Me decía un seminarista joven y sensato hace unos días, a través de un WhatsApp (como se lleva ahora) que lo del «olor a oveja», tan llevado y tan traído, como si fuera el título de una encíclica de Francisco, «estaba bien, pero había que entenderlo». Y creo que tiene toda la razón del mundo. Algún  bloguero malicioso y un tanto sarcástico decía algo así: «conozco algún obispo que se ha comprado un pequeño rebaño de ovejas que pastan en los desolados jardines de su Palacio Espiscopal»… supongo que para no oler a Adolfo Domínguez o a Dolce Gabbana… Bueno, me parece un chiste fácil y malo. Estoy convencido que lo del «olor a oveja» es sólo el título de esa inédita por imposible encíclica que lleve por título  «Odor pecoris» (o algo así). Francisco sabe que el olor a oveja no es suficiente, que hay ovejas que simplemente se huelen de lejos, o que, lo que es peor: «ni se huelen», porque su olor es rancio, desagradable, olor montuno que necesita muchas noches de rocío e intemperie.

Las ovejas, además, no son simplemente «para ser olidas», sino para ser «oídas»…. (es solo cuestión de una letra intermedia). Tengo la sensación de que nuestras ovejas siguen siendo «el público» al que hay que dirigirse, los sujetos pasivos y pacientes de lo que dice el pastor (con o sin olor a oveja), la Iglesia «discente» que no «disiente», por debajo de la Iglesia «docente» que habla una lengua que nada tiene que ver con el beeeee… que es la lengua nativa de las ovejas. Nuestros «fieles» laicos -que son, por supuesto- los sujetos/objetos  sumisos y receptivos de la voz de su amo, siguen sin ser escuchados. Es más, siguen sin derecho a la palabra. Se la usurparon los clérigos hace un milenio. Y es difícil devolver lo que uno ha robado, y luego manipulado, cocinado, teologizado, bastardeado…. durante tantos siglos. Nuestras ovejas, ¿nuestras?, muchas veces no escuchan porque no entienden, o porque no les interesa, o porque andan por otros pastos aparentemente más apetitosos. Hay desconexión entre ovejas y pastores. Se han roto los canales de comunicación. Su olor no es el olor de los pastores. Sus inquietudes tampoco. Sus necesidades suelen ir por otro sitio. Hoy, y desde hace mucho tiempo, ovejas y pastores tienen predios bien diferenciados. Y esto continuará así hasta que los pastores entonen un mea culpa histórico por el latrocinio cometido contra el pueblo de Dios. Ese pueblo de Dios protagonista de la Lumen Gentium y de todo el Concilio. Es inútil oler a oveja si no se cree en ellas, si no se las cuida respetuosamente, si no se camina junto con ellas y no delante de ellas, si no se les devuelve la palabra, «su» palabra, y somos los pastores quienes las escuchamos. No basta con que los pastores huelan a oveja, también las ovejas tienen que oler a pastor. Y esto es más complicado.

Devolver la palabra a las ovejas, romper el silencio de las ovejas, aunque algunas se nos antojen corderos, cabritos o sean «la oveja negra» de un redil que no es el nuestro. Estoy seguro de que estos serían los siguientes capítulos de esa encíclica «Odor pecoris» que proclama, legítimamente, ese gran regalo de Dios que se llama Francisco, «el de las ovejas».

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