El Señor es mi pastor

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Para acercaros al misterio de este domingo, el domingo de Cristo buen pastor, os pido que lo consideréis primero desde vosotros mismos, y después desde Jesús.  Desde la Iglesia, desde nuestra experiencia de salvación, hemos cantado a Dios, diciendo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”; y después, como asamblea pascual, hemos cantado nuestro Aleluya, recordando la palabra del Mesías Jesús, que nos decía: “Yo soy el buen pastor”.

Intentaré expresar algo de lo que yo siento cuando, unidos en una sola voz, decimos: “El Señor es mi pastor”.

Se lo he susurrado a mi propio corazón, se lo he gritado a la creación entera, lo he derramado como un perfume delante de mi Dios: “El Señor es mi pastor”. Las palabras de mi canto son verdaderas si las digo desde mí mismo, pues en verdad “nada me falta”; y su verdad se manifiesta con mayor claridad si las canto contigo, Iglesia santa; y esa claridad me deslumbra si digo con Cristo resucitado: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. He oído resonar el eco de las palabras de este salmo en el corazón del hermano Francisco de Asís: “Mi Dios, mi todo”; y en el corazón de Teresa de Jesús: “Sólo Dios basta”. Con el Salmista, con Cristo resucitado, con el hermano Francisco y la hermana Teresa,  con todos los creyentes de todos los tiempos, también nosotros vamos diciendo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

¿Por qué digo: “nada me falta”? Si lo digo con el Salmista, hago mías sus palabras: “El Señor me hace recostar en verdes praderas… me conduce hacia fuentes tranquilas… repara mis fuerzas… me guía por el sendero justo”. Si lo digo con Cristo resucitado, entonces, contemplando el misterio pascual, reconozco las “verdes praderas” de la vida que no tiene fin, las “fuentes tranquilas” de la dicha eterna; en verdad, el Señor Dios ha reparado las fuerzas de su siervo Jesús, en verdad lo ha conducido por el sedero de la perfecta justicia.

En realidad, con el Salmista y con Jesús y con toda la Iglesia de Dios voy diciendo, “nada me falta”, sencillamente “porque tú, mi Señor, mi Pastor, vas conmigo”, porque “tu vara y tu cayado me sosiegan”, porque tú eres “todo bien, sumo bien, total bien”, porque no sólo has preparado una mesa ante mí, sino porque tú has querido ser anfitrión y alimento, porque me has ungido con el perfume de tu Espíritu Santo y en tu casa mi copa rebosa de gracia y santidad.

Hoy, sin embargo, no sólo hemos cantado, diciendo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. También hemos alabado a Dios con el cántico nuevo del tiempo pascual, recordando que Cristo dijo: “Yo soy el buen pastor, conozco a mis ovejas y las mías me conocen”.

Los discípulos se lo habían oído decir a Jesús; nosotros se lo oímos hoy al Señor resucitado. No sé lo que ellos entendieron entonces; os diré algo de lo que nosotros podemos entender ahora. Si miráis al buen pastor, veréis al que conoce vuestro nombre porque él os lo ha dado, un nombre bellísimo porque el pastor lo ha hecho verdadero, un nombre que encierra muchos nombres: perdonado, agraciado, justificado, reconciliado, hijo, heredero, pacificado, amado, glorificado… un nombre que todos los encierra y que todos los refiere de manera única y personal a cada uno de nosotros; si miráis al buen pastor, veréis al que ha dado su vida para que tengáis vida, veréis al que ha sido herido para curar vuestras heridas, veréis al que ha sido entregado para que fueseis rescatados; si miráis al buen pastor, veréis al que os apacienta con su amor, al que os nutre con su cuerpo y con su sangre, al que va delante de vosotros hacia la tierra de la vida. Vosotros sabéis de dónde ha venido para buscar su oveja perdida, sabéis de qué abismo os ha rescatado, sabéis cómo os ha llevado sobre sus hombros y cómo abrió para vosotros de nuevo las puertas del paraíso.

Pero aún os he de decir algo más: lo que sabéis del buen pastor de vuestras almas, no lo sabéis de oídas, sino que lo habéis experimentado cada día de vuestra vida, y lo experimentáis ahora en el sacramento que celebráis: reconoce, Iglesia santa, la voz de Cristo que te guía, recibe el pan de la vida que te ofrece, goza con el Espíritu que él solo puede darte, deja que corra por tu frente el ungüento de su alegría, abre las puertas de tu vida a la abundancia de su paz. ¡Déjale ser tu pastor, pues sólo quiere conducirte a la vida! ¡Recibe al que te ama! ¡Ama al que, por recibirte, ha dado la propia vida! Búscalo, para amarlo; ámalo, donde lo encuentres. Verás que está siempre muy cerca de ti.

Feliz domingo.

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