EL PELIGRO DEL ESPECTÁCULO

0
2800

El peligro del espectáculo siempre acecha. Desde hace unas décadas se convirtió en una reflexión frecuente de los ensayos para entender el momento contemporáneo. Esa tentación, lejos de amainar, se ha ido solidificando. Ya no sabe uno dónde está la línea que separa la intimidad del espectáculo; lo que se vive y lo que se cuenta; la verdad de la ficción.

Somos seres arrojados a un escenario en el cual no siempre interpretamos «nuestro papel» sino aquel que cayó en el reparto, se nos dio a modo de suplencia o, sencillamente, se nos pidió representar porque tiene buen eco en un público que, sobre todo, quiere ver solo su forma de entender la vida… sin pretensión alguna de cambiar. No se crean.

El espectáculo está también dentro de la Iglesia y de la vida consagrada. En sus modos y convocatorias, el peso del «quedar bien» y por contar un relato de forma, digamos digerible, es más fuerte de lo que parece. El peligro, como anunciaba, es llegar a no diferenciar la verdad del espectáculo.

Nos está ocurriendo mucho con términos de éxito y ciertamente de consenso. Por ejemplo, bajo el paraguas de la sinodalidad estamos montando buenos espectáculos, me temo que con una ausencia notable de vida. Cada quien, más o menos formado e informado, aporta lo que le parece que es sinodal y, tranquilamente, circula. El peligro, evidentemente, es reducir un maravilloso término dinamizador a la nada. Porque el término sí importa. Y en la búsqueda de aquellos acuerdos sinodales que dinamicen y abran la vida de la Iglesia, es muy importante conjugar principios que deben quedar nítidamente claros, como discernimiento, diálogo, corresponsabilidad, teología, carisma y misión.

Algo parecido ocurre con el término abuso. Tan pecaminoso es no querer ver la crueldad de sus consecuencias, como reducir todos los modos y trayectos de la historia a abuso. Tan distorsionado es no ver que ha habido y hay abusos, como convertir toda la vida en una cruzada frente a una Iglesia que se estima, en conjunto, abusadora. Hay que tener mucho cuidado con el espectáculo. Cuando se vive con fuerza, confunde la vida.

Frecuentemente, oigo a algunas personas que les encanta ofrecer titulares «resultones» sobre la vida consagrada, sin conocerla. Y, por supuesto, sin vivirla. Son testigos, ellos y ellas, de una sociedad del espectáculo en el que lo relevante no es tanto la verdad de lo vivido, cuanto la sonoridad de lo contado. Va apareciendo una generación de consagrados más especializados en el espectáculo que en el cenáculo. Urgidos de cómo contar, más que de tener algo de vida para compartir. No es una sensación, es un tono, un modus vivendi francamente peligroso y, por supuesto, descentrado. Y esa no es la vida consagrada, ni sinodal, ni real. Ni por supuesto, la que necesita una Iglesia que camina, lentamente pero imparable, hacia otra comprensión y diálogo con esta sociedad del siglo XXI. Nunca como en este tiempo fuimos capaces de decirnos que la llamada a la sencillez era el camino de verdad del seguimiento de Jesús… Pero nunca habíamos sofisticado tanto, con luces, colores, titulares y «protagonistas» el seguimiento, por encima incluso de aquel a quien seguimos: Jesús de Nazaret.

Es verdad, una gran verdad, que la autenticidad de la vida consagrada no está en lo que se cuenta o solemos contar. Se sitúa más bien en los márgenes, de donde nunca debió salir; en las tardes y mañanas llenas de silencio y muchas veces de soledad; en los gestos mínimos, pero de Reino, que reconstruyen a personas rotas; en la escucha, la palabra amable, en la oración, la vida compartida, auténticamente sencilla, y la fe. Y es que es cuestión de opciones: a más titulares, menos vida; a más espectáculo, menos intimidad con Dios… A mayor notoriedad, mayor des-ubicación. Nuestro sitio, definitivamente, es otro. Hay que volver.