Y como estoy convencida de que “hay vida” y vida orante más allá de los Laudes y las Vísperas y de que existen otros modos de orar que no pasan por la recitación de una serie de Salmos distribuida por semanas, se me ocurre esta propuesta de ayuno litúrgico: dejar el Libro de Horas fuera de la capilla y entrar en ella con las manos vacías, el alma humilde, la boca cerrada y el corazón silencioso dispuesto a escuchar. Bastaría un tiempo prolongado de silencio juntos, la lectura de un solo salmo, de un estribillo susurrado lentamente o un canto repetitivo para abrir en nosotros espacio para acoger la presencia de Aquel que nos espera.
Creo sinceramente que este ayuno podría venirnos de maravilla y que no nos ocurriría nada malo por pasar un mes entero sin nombrar a los enemigos que están bajo el estrado de sus pies, sin recordar a esos fieles con espadas de dos filos en las manos que ejecutan la sentencia dictada y sin cantar el himno al Cordero degollado.
Eso dando por supuesto que ni a Sijón, rey de los amorreos ni a Og, rey de Basán va a bajarles la autoestima por desaparecer de nuestro horizonte durante un breve tiempo. Y no digamos a Ananías, Azarías y Misael que están siempre a lo suyo de bendecir al Señor.
A lo mejor después de ese ayuno, el Diurnal se nos convierte en un sabroso banquete.