En el misterio de la ascensión del Señor a los cielos, junto con la gloria de Cristo Jesús, se nos revela también la gloria en la que entra el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
La liturgia nos recuerda repetidamente esa comunión de destino. Orando, decimos: “porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo”; y añadimos: “en Cristo, nuestra naturaleza humana ha sido enaltecida tan extraordinariamente que participa de tu misma gloria”; y confesamos: “Dios nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él”; y bendecimos al Padre porque “Jesús el Señor ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”.
Pero esa misma liturgia que una y otra vez nos recuerda la gloria del cielo, se apresura a reclamar nuestra atención y nos devuelve a las cosas de la tierra: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” Nos queda tarea que cumplir: “id y haced discípulos a todos los pueblos”; “se predicará a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén”.
Se nos ha dicho que hagamos “discípulos”, hombres y mujeres que sigan los pasos de Jesús, hombres y mujeres del camino que es Jesús.
El Señor resucitado, aquel a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, nos envía en misión a todos los pueblos, para que a todos los hagamos discípulos de la luz, discípulos de la vida, discípulos de la verdad, discípulos del amor de Dios, discípulos del que viniendo al mundo se hizo servidor de todos, discípulos del que por todos vino a entregar su vida.
No dejes de mirar al maestro si quieres saber lo que has de predicar, si quieres ver lo que has de imitar, si quieres aprender lo que has de vivir: Aquel a quien hoy celebramos porque sube a la gloria de Dios, es el mismo que, “siendo de condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”. Aquel a quien vemos “dejar el mundo e ir al Padre, es el mismo que salió del Padre y vino al mundo”. Aquel a quien el Padre dio un nombre sobre todo nombre, es el que a sí mismo se hizo último entre los últimos, el que por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Y es de él, de Cristo Jesús, de quien somos discípulos y de quien hacemos discípulos; es a Cristo Jesús a quien imitamos; es a Cristo Jesús a quien aprendemos; es de Cristo Jesús, sólo de Cristo Jesús, de quien hablamos.
Éste es el admirable misterio de este día: En Cristo Jesús, tú eres ya del cielo; y él continúa siendo de la tierra y estando contigo en la palabra con que te habla, en la eucaristía con que te alimenta, en la Iglesia que es su cuerpo, en los pobres que son su sacramento.
Él no se va al cielo sin ti y no te deja en la tierra sin él.
Y sabes que lo tuyo es escucharlo, comulgarlo, amarlo, cuidar de él.
Si alguien te pregunta por tu identidad cristiana, por lo que crees, por lo que amas, dile que eres un cuida-cristos, un cuida-pobres, un loco empeñado en cumplir en la tierra los sueños de Dios.
Feliz domingo.