Una imagen sugerente (aunque imperfecta) para explicar este misterio divino de relación tripersonal es la relación que hay entre el amante, el amado y el co-amado. La relación entre el amante y el amado es bidireccional: uno ama al otro, y el otro ama al uno con la misma intensidad. Ahora bien, un amor auténtico es necesariamente un amor abierto. El amor no puede convertirse en un egoísmo de dos. De ahí la necesidad de un tercero: el fruto del amor entre el amante y el amado es el co-amado, el tercero que es amado con el mismo amor por los dos primeros y que ama a los dos primeros por igual. Es lo que ocurre en una familia: madre, padre, hijo o hija. La familia es el mejor reflejo del misterio trinitario.
“Serán dos en una sola carne”: esta palabra de Jesús referida al amor esponsal puede ser un pálido reflejo del misterio trinitario: tres personas en una sola naturaleza. Eso que en la pareja humana (dos en una carne) nunca se realiza del todo, en el misterio de Dios (tres en una sola naturaleza) se realiza con total perfección. Así se manifiesta que el amor une profundamente, pero no disuelve: siguen siendo dos, pero una sola carne; siguen siendo tres, aunque una es la naturaleza divina. El amor potencia y personaliza tanto más cuanto más une.
Dado que el ser humano ha sido creado a imagen de Dios, el misterio trinitario ilumina el misterio de la persona humana. Una persona solitaria no es una buena imagen de Dios, porque Dios no es un ser solitario. Dios no ha conocido nunca la soledad; es un misterio de intercomunicación, de relaciones personales. Tres vidas se fusionan en una. Este misterio divino abre perspectivas cerradas a la razón humana: “que todos sean uno, como nosotros también somos uno” (Jn 17,21-22), al manifestar que el ser humano no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (tal como dice Gaudium et Spes, 24) .