viernes, 29 marzo, 2024

DOCTOR PEPE

jesus webLa “historia” que narro a continuación es real, histórica. Sólo algunos elementos secundarios son fruto de mi fantasía, por razones obvias. Esta “entrada” rompe el hilo habitual de estos posts, en su estilo y en sus contornos, no en su finalidad.

Ocurrió hace más de 15 años, durante los años de mi ministerio sacerdotal en una ciudad cubana. En aquella populosa parroquia que se me encomendó había una gran actividad, era un auténtico hervidero pastoral en todos sus aspectos. Pero si algo llamaba la atención era la sensibilidad y la solidaridad de la comunidad parroquial hacia los más pobres, especialmente los más indigentes, esos que llamamos “pordioseros”, mendigos, “sin techo”, gente de la calle, no pocos enfermos mentales. También niños y jóvenes en cuyas casas era complicado incluso comer una vez al día. En aquella parroquia, con el paso de los meses, llegamos a hacer comidas, desayunos o meriendas, para unas cien personas; la mayoría eran “los pobres” de casi todo.

Pero la tarea de dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, o repartir medicinas a quienes las necesitaran, no se agotaba en sí misma. Cada domingo, después de la única misa dominical de la Parroquia, a las 9 de la mañana, un grupo de médicos, enfermeras, sanitarios, pertenecientes a la comunidad, se dedicaban a atender a aquellos menesterosos enfermos de tantas cosas. Enseguida me llamó la atención  uno de aquellos médicos, profesional del Hospital provincial, hombre de unos 50 años, alto y algo canoso, de gruesas gafas de carey negro; como las de antes. La gente lo llamaba “Doctor Pepe”, y era constantemente reclamado por aquellos hombres y mujeres andrajosos, sucios, siempre con  una bolsita (javita) de plástico vacía dispuesta a apañar lo que se encontraran en su camino. El Doctor Pepe era cardiólogo, -creo recordar- pero siempre “le tocaba” el trabajo sucio, el más duro, el más delicado: curar heridas, limpiar úlceras pustulentas, desinfectar todo tipo de magulladuras de aquellos esqueletos vivientes vestidos de una piel cetrina, arrugada y colgante. El Doctor Pepe  parecía más bien un dermatólogo, o quizás, el médico para todo, especialmente para lo más ingrato y repulsivo. La escena, y el escenario, se repetían cada domingo, después de la misa de 9, fuera del templo.

Me llamaba la atención que el Doctor Pepe nunca comulgara en la misa de 9. Iba siempre acompañado de su hija, una niña de unos 9 años, zascandil y traviesa, de unos llamativos ojos verdes. Su niña había hecho la primera comunión hacía poco, y cada domingo el Doctor Pepe la llevaba a la misa parroquial, se sentaban en el mismo banco y la niña iba muy devota a comulgar, como buena parte de la feligresía, mientras su padre permanecía sentado.

Una mañana el Doctor Pepe fue a verme muy temprano. Venía a pedirme un “favor”. Así me dijo. Me explicó que siendo muy joven, en pleno fragor revolucionario, se había casado “por la Iglesia”, había tenido un hijo que ya era un joven, pero su matrimonio fracasó al poco tiempo de celebrarse. Continuó siempre asistiendo a misa, incluso cuando “ir a la iglesia” en aquellos años, era casi motivo suficiente para sufrir todo tipo de represalias, de las que no viene ahora al caso hablar. Pasaron los años y el Doctor Pepe “rehizo” su vida, volvió a casarse, esta vez con una médico como él, y fruto de este segundo matrimonio era la niña que cada domingo le acompañaba a la misa parroquial. El “favor” era insólito, no lo esperaba, ciertamente me descolocó: me pedía que le diera la comunión sacramental, el día y la hora que yo quisiera, en la intimidad, privadamente, sin que nadie lo supiera. Realmente no lo pensé demasiado, el “favor” era tan espiritual, tan inusual, tan grande incluso, que no podía negarme. Era el mismo Doctor Pepe que cada domingo, después de la misa de 9, curaba las pústulas malolientas de los mendigos de la ciudad. Quedamos unos días después, por la mañana temprano, antes de que se abrieran las grandes puertas del concurrido templo colonial;  casi como delincuentes, infringiendo quizás alguna ley.

Llegó puntual y nos dirigimos a la capilla del Santísimo. El Doctor Pepe se arrodilló y oró ampliamente con la cabeza perdida entre aquellas manos que ungían los rasguños de tanta genete anónima. Entonces le di la comunión. Y ocurrió lo que nunca me ha ocurrido en más de 40 años de cura: el Doctor Pepe literalmente se deshizo, prorrumpió a llorar como un niño pequeño castigado por su padre; el llanto fue desgarrador, intenso, incontrolable, interminable, patético, ¿podría decir surrealista? Permanecía arrodillado, cada vez más empequeñecido, como perdido entre los bancos, chupado por la vida, gimiendo con gemidos que no sé de qué hondón le subían. Yo no supe qué hacer, ni qué decir, ni qué más rezar, ni si dar gracias, ni si bendencir, ni si consolar, ni si curar aquella herida del alma, tan antigua y tan fresca todavía; yo no sabía curar heridas como él.

Al domingo siguiente, en la misa de 9, no ocurrió nada nuevo. La niña bonita de grandes ojos verdes como el mar de los zargazos, fue a comulgar muy devota, como otros tantos de la devota feligresía, y como yo mismo, por supuesto. El Doctor Pepe  permaneció en su sitio, en el mismo banco de siempre. El no podía comulgar a Cristo sacramental, su comunión era después de la misa de 9, fuera del templo ya; como cada domingo, como había hecho durante años.

Nunca más he sabido del Doctor Pepe. Probablemente aquella fue su “última comunión”, o, tal vez, su “primera comunión”. Dudo mucho que haya vuelto a pedir semejante “favor” a algún sucesor mío. Tampoco sé si sabrá algo de lo que van a discutir obispos y peritos en el próximo Sínodo de octubre. Es muy improbable que conozca al papa Francisco en su próximo viaje a Cuba. Pero también es casi seguro que él siga comulgando con los cristos rotos, siempre después de la misa de 9, fuera del templo, fuera de la comunidad.

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