El letrero que había por encima de ti, decía: “Éste es el rey de los judíos”.
Quiero pensar, Jesús, que nunca me hallé entre los magistrados que te hacían muecas; quiero pensar que nunca te ofrecí vinagre para tu sed, que nunca te insulté, nunca te desafié, nunca he tenido la idea de tentarte y reclamar demostración o prueba de que eras el Mesías de Dios, el Elegido.
Pero me pregunto, Jesús, si has llegado a ser para mí lo que, en la tarde de tu crucifixión, fuiste para aquel malhechor al que desde entonces llamamos bueno, y no porque lo fuese, sino porque, consciente de no serlo, tuvo la osadía creyente de acogerse a tu bondad.
No podías ser para mí lo que fuiste para él, si tu misericordia no me llevase a reconocerme en él, a identificarme con él, a saberme él, a ser él. Ese malhechor, ahora consciente de que nada se le debía, era yo; ese ladrón, que delante de ti confesaba merecida su condena mientras reconocía la tuya como una manifiesta iniquidad, ése era yo.
Y lo mismo que aquel malhechor, nada puedo yo alegar para reclamar nada; sólo puedo acogerme a tu inocencia, a tu bondad, a ti.
El letrero decía: “Éste es el rey de los judíos”. Pero yo leo: Éste es mi Rey. Conocerme, conocerte… saber quién soy, saber quién eres… Entrar en el misterio de ese malhechor que está contigo en la misma condena.
Yo, con los demás crucificados, recibiendo el justo pago de lo que hicimos… Tú, a nuestro lado, como uno de nosotros, pagando por lo que no habías hecho…
Allí, junto a tu cruz, nada podía yo pedirte, nada se me debía, nada encontraría en mi vida y dentro de mí que pudiese sustentar siquiera las palabras de una petición…
Pero me quedabas tú, me queda aún tu inocencia, tu justicia, tu libertad…
Y en tus manos me dejé, a tu justicia me confié buscando asilo en tu memoria: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Y al momento respondiste: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Al momento me atendiste y me acogiste.
El que estaba conmigo en una cruz que sólo a mí se me debía, me quiso con él en un paraíso que sólo a él le pertenecía.
El que, buscándome, había bajado desde Dios a mi pobreza, me llevó con él a su plenitud.
Mientras en tus heridas, Jesús, guardabas mi tristeza, llenabas de tu dicha mi soledad. Mientras te quedabas con mi lepra, me regalabas tu santidad. Mientras bajabas a la noche de mi muerte, me regalabas la certeza de un asombroso amanecer contigo en tu paraíso.
Jamás hubiese sabido pedir lo que tu amor había predispuesto darme.
Jamás hubiese pensado que acogerme a tu recuerdo me permitiría entrar contigo en el cielo.
Jamás hubiese imaginado que tú lo eras todo para mí.
Pero dijiste: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Y desde lo alto de mi cruz, desde lo hondo de mi nada, desde la noche de mi vida, todo mi ser exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”; todo mi ser proclamó: “¡Dios mío, mi Rey!”