El relato evangélico de hoy nos muestra la preocupación de Jesús para que los discípulos que vuelven de la misión puedan descansar.
Van a un lugar tranquilo. A uno de esos lugares que Jesús frecuentaba para hablar con el Padre, para descubrir realidades importantes a los suyos, para tomar distancia y acortar distancias.
Buscar la tranquilidad no es huir de los demás, sino recentrar lo que somos o queremos ser. Es tomar aliento en medio de las prisas y de las urgencias (quizás sólo sea una parada de un minuto) para respirar el ritmo de lo profundo presente.
Pero el Evangelio también nos narra cómo Jesús, viendo a la multitud que lo ha seguido, tiene que hacer algo. Parece que abandona la tranquilidad buscada para ponerse al tajo. Pero no es así. Se pone a enseñar a esa multitud anhelante, pero lo hace con “calma”.
Con la calma de saber que la Buena Noticia no es un conjunto de frases hechas o aprendidas de memoria. Calma porque las personas son valiosas y no meros expedientes que cubrir. Calma porque sabe que la lluvia suave hidrata mejor que la tormenta destructiva.
Descanso y calma. Algo que también nos compromete y nos exige en una sociedad de la producción y la competitividad.