Defiéndenos de nuestras invenciones

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Sin él no hay profecía. Sin él no hay encarnación. Sin él no hay Iglesia. Sin él no hay eucaristía. Sin él no hay misión a los pobres. Sin él no hay historia de la salvación.

Y, sin embargo, él resulta ser el olvidado, el desconocido, el desfigurado.

Estamos hablando del Espíritu Santo.

En el evangelio de hoy oiremos que Jesús dice: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”.

Nadie piense que, al decir “otro Paráclito”, se le está dando un nombre propio al Espíritu de la verdad –como se da a entender al escribirlo con la mayúscula-; Jesús sólo está desvelando la función que el Espíritu va a desempeñar en la comunidad de los discípulos.

Esa función es la de abogado, la de “llamado” a interceder por los discípulos, la de  defensor de los discípulos; y si queremos decirlo con la palabra griega que eso significa, entonces decimos que esa función es la de paráclito o paracleto, aunque mucho me temo que esas palabras necesiten explicación, y eso sería razón más que suficiente para evitarlas en la liturgia-.

Como lo fue Jesús, también el Espíritu de la verdad es “don del Padre”.

Jesús lo dijo de sí mismo a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Unigénito”. Y se lo dio a entender a la mujer samaritana, cuando le dijo: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva”.

Ahora, a sus discípulos, Jesús lo dice del Espíritu Santo: “Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor”.

Como lo había sido Jesús, también el Espíritu será en la comunidad de los discípulos un “defensor”.

Jesús los había defendido llamándolos a su seguimiento, haciéndose para ellos compañero de camino y maestro, curando dolencias y expulsando espíritus inmundos, resucitando muertos, haciéndose siervo de todos, siendo para ellos buen pastor que da la vida por su rebaño, amándolos hasta el fin, hasta el extremo.

Ahora tendrán otro defensor, al que Jesús llama “el Espíritu de la verdad”.

El mundo no puede recibirlo, porque no lo percibe ni lo conoce; pero los discípulos ya lo conocen, porque vive con ellos y está entre ellos.

El Espíritu les enseñará todo y les irá recordando todo lo que Jesús ha dicho.

Y tú, Iglesia templo del Espíritu, sabes de esa presencia divina en tu vida, en la vida de tus hijos. Sabes de ese don, de esa luz, de esa fuerza que te defiende haciéndote de Cristo, ungiéndote para que seas evangelio de los pobres, santificando los dones de tu eucaristía y congregando en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y la sangre de Cristo. Tú sabes que nadie es de Cristo Jesús sin el Espíritu de Cristo Jesús, que nadie es de Cristo Jesús si no es evangelio para los pobres, que nadie es de Cristo Jesús sin comunión con los hermanos, sin que el Espíritu de Jesús nos congregue en la unidad.

Y sabes también, lo sabes por experiencia, que podemos inventarnos un Dios al servicio de nuestros egoísmos, una religión que garantice nuestra tranquilidad, una Iglesia sin pobres y sin hermanos, un Dios, una religión, una Iglesia que nada tendrían que ver con el Dios de Jesús de Nazaret, con el reino de Dios, con la Iglesia de Cristo.

Ven, Espíritu Santo, defiéndenos de nuestras invenciones. Ven, y llena los corazones de tus fieles, para que formemos en Cristo un solo cuerpo, un solo espíritu, y no nos inventemos Iglesias sin Cristo y sin ti.