LA MISIÓN DE SER LIBRES

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Me ocurre con frecuencia. Tengo que reconocer que recibo continuamente el regalo de gente con encanto. Me salen al encuentro. No es, por supuesto, mérito mío, es que, por fin, gradué la vista.

He aprendido a mirar y esa sí es tarea propia. He descubierto que la gracia no está en proyectar lo que llevas, sino en descubrir lo que te viene. Y ahí sí que todo es «gracia tras gracia».

Nos lo decimos muchas veces, pero no es fácil su práctica. Cuando dejas de pensarte, aprendes a pensar; cuando dejas de mirarte, aprendes a ver.

Me estoy encontrando con consagrados y consagradas que tienen encanto. Saben ver y enseñan a mirar. Es verdad que no sucede en el primer golpe de vista… y también es cierto que para descubrirlo hay que saber esperar, conceder tiempo, escuchar y saber contemplar.

Estaba recientemente hablando a una congregación que prepara su capítulo general. Entre las preocupaciones sensatas apareció –siempre aparece– qué hacer y cómo hacer para que toda persona tenga experiencia de misión, también en su etapa de ancianidad. No son pocos los consagrados ancianos, todavía con palabra, que se están quedando sin palabras, en recorridos cada vez más pequeños de sus espacios domésticos de vida. Son muchos los que solo pueden, de vez en cuando, y cuando alguien los escucha, jalear sus recuerdos… cada vez más distantes y distintos del hoy de la vida.

Hay muchas mujeres y hombres consagrados ancianos que, sin embargo, mantienen una frescura intelectual y misionera admirable. Son capaces de agradecer los tiempos nuevos y ver en ellos muchos signos de evangelio. Son los que han entendido que las cosas no son como eran, ni se hacen como se hacían. Son hombres y mujeres de síntesis y han sabido llegar a la esencialidad. Allí donde el pueblo vive el amor, allí vive la fe. No son caminos distintos ni distantes. Son los que saben ver que en cada corazón y su esfuerzo diario está Dios. Los que están al tanto de lo difícil que es llegar a fin de mes; los que agradecen cómo las familias multiplican el tiempo para poder atender, educar y disfrutar juntas. Los que saben alegrarse y llorar con lo que alegra y entristece al pueblo. Son personas que han hecho un buen itinerario personal y han aprendido a lo largo de su vida a querer y desprenderse; a llorar y agradecer; a esperar y salir al encuentro. Los que tienen los sentimientos en su sitio y los han convertido en un potencial de felicidad sorprendente…

Pues en esta estábamos en la reflexión. Y reconozco que me quedaba sin palabras de cómo poder articular esto y proponerlo para que fuese una línea de acción que abra conventos y horizontes. Llegó del descanso. Y al salir a dar un paseo por la ciudad veo, de lejos, a una de las «oyentes». La delató su atuendo y caminar lento. La seguí y vi que entraba a una Iglesia donde había jaleo, mucha gente, ruido, familias enteras, jóvenes… Entró despacito y la recibió un grito espontáneo, «podemos empezar… ya llegó». Ella fue repartiendo besos, preguntando por algún familiar enfermo, escuchando a otra tan anciana como ella lo mucho que le dolía la cadera, felicitando a dos jóvenes que parece habían hecho bien unos exámenes de la facultad. Un poquito más adelante se encontró con dos personas que estaban esperando a la puerta del despacho cerrado de Cáritas… No pude oír lo que le decían, pero si entendí perfectamente su gesto que les indicaba que esperasen. Después de no pocos saludos y encuentros, palabras directas y reconocimientos de rostros e historias, la anciana religiosa consiguió llegar la sala donde estaba una auténtica jauría de monitoras, monitores y adolescentes preuniversitarios que fundamentalmente gritaban y querían que la «abuela religiosa» escuchase cómo había sido su semana. Ahora sí, vi como ella levantaba una mano, les pedía que escuchasen y les dijo: «hoy, en cada grupo, solo vais a comentar, qué os ha pasado bueno esta semana, qué habéis visto y aprendido, y, sobre todo, qué os proponéis para la próxima». Dicho esto, salió saludando a cada uno, con nombre y caricia, y a paso lento y decidido, entró en el despacho de Cáritas, con las dos personas que la esperaban y que también conoce por su nombre. En la puerta seguía poniendo ‘cerrado’. Al verlos entrar, vi que les arrancó una sonrisa… y es que el mejor gesto de caridad y amor es la alegría.

Así, contemplando desde un anónimo banco, entendí que la vida consagrada anciana, por supuesto, es misión, está en misión, y es imprescindible para la misión. Sobre todo, porque es libre.