La Cuaresma 2020, como de repente, se re-programó. Y desaparecieron las charlas y las acampadas y los ejercicios espirituales y las celebraciones penitenciales y las predicaciones con sus triduos y ejercicios de piedad. Y Dios nos puso en bandeja un camino hacia el interior; pero el de verdad. Un camino que había que iniciar, sabiendo salir de la vorágine en la que nos encontrábamos atrapados. ¿Supimos salir? ¿Supimos abandonar la senda propia, para escoger el camino que emergía ante nuestro asombro?
La Semana Santa 2020 ha podido tener como tarea la “des-tarea”. Y desaparecieron del horizonte los preparativos, los cercanos y los inmediatos. Se esfumó el tiempo empleado en tantos detalles, que hasta nosotros mismos nos los creemos imprescindibles para celebrar la fe. Perdimos la visión del lugar de siempre. Perdimos la presencia física de los que solemos rodearnos. Perdimos el eco, de esa “dosis de función” que suelen acompañar nuestras liturgias. Y ninguna de esas pérdidas es clave ni fundamental. Lo que de verdad puede resultar interesante para seguir creciendo es poder y saber responder a corazón abierto: ¿Encontré el alma de lo que celebramos los cristianos en Semana Santa? ¿Encontré, en esta Semana Santa, el motor de mi consagración, de mi fe, de mi misión?
La Pascua 2020 ha sido una primavera divina. Como todas las pascuas y como todas las primaveras. Porque siempre Pascua sabe a volverse a levantar, a no tirar la toalla, a seguir aplaudiendo a tantos héroes anónimos que aman hasta el extremos. Pascua sabe siempre a fiesta, a gozo, a sonrisas, y a saber aparcar, compasivamente, lo que no es definitivo: el sufrimiento, el dolor, la pobreza, la muerte. Y porque siempre la primavera suena a saber esperar ese beso, ese abrazo, ese encuentro, esa fiesta…que por un instante, se ha retrasado en llegar, por el mal tiempo, convertido en borrasca.
Una oportunidad, tal vez única, para tocar el Misterio en su origen: sintiendo el aliento de los que Dios puso cerca: la comunidad. No solo si miraste, conviviste…sino, ¿supiste, en esencia, contemplarlo todo desde esa singladura de regalo? ¿Lo viviste así? ¿O se te pasó todo de largo, sin pena ni gloria, por falta de entrenamiento?
Y llega Pentecostés. Irrumpe el Espíritu. Con Él, nada hay que darlo por perdido. Nada de lo tuyo, ni de lo mío, ni de lo nuestro. Él lo transforma todo. Es capaz de hacer brotar la tierra en sequía y de convertir las espadas en arados. Sí, el Espíritu transforma lo viejo en nuevo. Lo de siempre en un estreno jubiloso.
Si todas las preguntas que nos hemos hecho tuvieran por respuesta el signo negativo, el suspenso en la materia… pongamos de nuevo nuestras vidas al calor de la Palabra y del Espíritu, para que nos queme, para que nos transforme.
Y verás cómo cambiamos. Vaya que si cambiamos. ¿O alguien piensa que no? ¿que vamos a seguir igual? Pero si nos hemos consagrado a Dios y a la misión para estar sujetos a cambios permanentes. Si no, ¿qué pintamos aquí? Lo incrédulos sobran en la Construcción del Reino.
Feliz vuelta al Tiempo Ordinario
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