jueves, 28 marzo, 2024

Cristo y la Iglesia: sacramentos del amor de Dios

Si amas tu esclavitud, no encontrarás motivo para salir de ella.

Si temes la libertad, no habrá razón para que desees encontrarla.

El de la fe es un mundo reservado a pobres con esperanza, a desterrados que van en busca de una patria, a pródigos que sueñan un regreso a la casa del pan: Sólo ellos pueden abrir las puertas de la propia vida para acoger el don de Dios.

He dicho “el don de Dios”, así, con artículo determinado. Porque todo, incluidos nosotros mismos, nuestro propio ser, todo es don de Dios; pero sólo del Hijo, del único, decimos que es “el don de Dios”, pues todo nos ha sido dado con él, todo nos ha sido dado en él: todo lo que el Padre puede dar, todo lo que la gracia de Dios nos puede hacer capaces de recibir.

Ese Hijo, ese don, acompaña desde el principio nuestro camino cuaresmal: Él es la palabra que sale de la boca de Dios para que vivamos de ella. Él es el Hijo, el amado, el predilecto, a quien hemos de escuchar. Él es el Unigénito entregado, el sacramento del amor que Dios nos tiene, el cuerpo de la vida que Dios nos ofrece.

Hoy encontrarás en el evangelio esa revelación: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.

La encontrarás – ¡la hemos leído y oído tantas veces!- y puede que la encuentres sin asombrarte de ella; puede que inmediatamente la olvides; puede incluso que la ignores o la menosprecies porque no es ese Hijo lo que añoras, no es ese don lo que buscas, no es eso lo que en tu vida echas en falta, porque no eres todavía ese pobre con esperanza al que Dios ofrece todo lo que Dios puede ofrecer.

En darnos como nos dio a su Hijo, a su único, a su amado, a su Isaac, a su Jesús, Dios reveló que el amor es el corazón del mundo, la fuerza que lo mueve, la luz que lo penetra…

En darnos como nos dio a su Hijo, a su único, a su amado, a su Isaac, a su Jesús, a Dios nada le ha quedado por dar… pues él mismo se nos ha dado.

Ojalá se te abran los sentidos del corazón, te asombres de tu Dios, te asombres de su don, te asombres de su amor, y empieces a creer, a agradecer, a amar…

“¡Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor!” ¡Ojalá! …

Pero no habrá escucha si no hay pobre, si no hay nostalgia de Sión, si no hay nostalgia de justicia, de alegría, de libertad, de paz, de amor, si no hay nostalgia de Cristo Jesús, si no hay nostalgia de Dios…

No habrá escucha si no hay conciencia de la propia situación de indigencia.

No habrá fiesta si no hay conciencia de la gracia que nos ha visitado: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él”.

No habrá eucaristía –canto de agradecimiento a Dios por “el don” que de él hemos recibido, por el Hijo que se nos ha dado, por la Vida eterna que nos ha visitado- si no hay memoria de nuestra pobreza, de la gracia de Dios, del amor de Dios, de la salvación que Dios nos ofrece.

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”… Tanto amó Dios al mundo que le entregó el cuerpo de su Hijo: la Iglesia.

Escucha, cree, comulga… y empezarás a ser, tú también, sacramento del amor de Dios.

Si me olvido de ti”, Dios mío, si olvido el sacramento de tu amor que es Cristo Jesús, “que se me paralice la mano derecha. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”.

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