Cristo queda contigo, tú subes al cielo con Cristo:

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Queridos, considerad el misterio que hoy se os ha revelado: Cristo el Señor, después de dar “instrucciones a los apóstoles”, “ascendió al cielo”; ellos “lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Él ascendió, y ellos “miraban fijos al cielo, viéndole irse”.

Fijos en el cielo se habían quedado nuestros ojos cuando, por la encarnación, Cristo vino a nuestra casa, porque venía al mundo la Palabra de Dios, a los excluidos se les daba un hijo, para los pobres nacía el Mesías, el Señor, un niño que nos decía hasta dónde nos ama Dios; y fijos se quedan ahora nuestros ojos mirando al cielo, cuando, por el misterio de la gloriosa ascensión, contemplamos enaltecido al que por amor se había anonadado,  y vemos glorificado al que por su gran misericordia había hecho suya nuestra humillación.

Contempla y admira, goza y canta, pues “Dios sube entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas”.

Con el Salmista dices, “Dios sube entre aclamaciones”, pero tus ojos, que continúan fijos mirando al cielo, ven a Jesús, exaltado a la derecha de Dios; el Salmista dice, “Dios sube”, y tú ves al Maestro que te ha enseñado con dulzura los secretos del Reino, ves al Médico de los cuerpos y de las almas que curaba a los enfermos, ves al que bendecía a los niños y perdonaba a los pecadores; con el Salmista dices, “Dios sube”, y ves a Jesús a quien habías visto apresado, juzgado, condenado, crucificado, muerto y sepultado. Lo ves e invitas a todos a aclamarlo: “Tocad para Cristo; tocad para nuestro Rey, tocad”; tocad para el Buen Pastor de nuestras almas; tocad para el Cordero de nuestra Pascua, tocad para el Mediador de nuestra salvación.

Aquel a quien ahora contemplas exaltado a la derecha de Dios es el mismo Jesús que has visto reinar exaltado en una cruz.

Considerad ahora lo que el misterio de la Ascensión del Señor dice de nosotros mismos. Tú miras a Cristo, y sabes cuál es la esperanza a la que Dios te llama; tú miras a Cristo, y conoces la riqueza de gloria que Dios da en herencia a los que ha santificado; tú miras hoy a Cristo, y admiras la grandeza del poder de Dios para los que creen en él. Hoy, mientras contemplas a Cristo que sube a la gloria del Padre, no sólo ves lo que esperas ser, lo que un día se ha de cumplir también en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que ya ves a la Iglesia glorificada en su Cabeza que es Cristo. Místicamente nos lleva con él, el que místicamente se queda con nosotros; realmente nos glorifica con él en el cielo, el que realmente recorre con nosotros los caminos del mundo.

Si ahora consideras el misterio de la Eucaristía que estamos celebrando, verás que, por la fe, estás viviendo en la realidad del sacramento el mismo acontecimiento de salvación que los discípulos vivieron cuando el Señor fue enaltecido a la gloria del Padre. Cristo desciende hasta ti, viene a ti y permanece contigo; se te entrega en su palabra que escuchas, y en su cuerpo que recibes. Y tú asciendes a Cristo, vas a él y permaneces con él, en su palabra que obedeces, y en su cuerpo que comulgas. Él queda contigo en tu tierra, y tú subes con él a su cielo.

En el misterio de la Eucaristía resuena también el mandato de Jesús: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. Dad lo que habéis recibido. La Trinidad Santa es vuestra casa. Llamad a todos para que, con Cristo, moren en ella como hijos.

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