Creo… la resurrección de la carne

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“El Rey del universo nos resucitará para una vida eterna”: nosotros lo podemos repetir como quien dice una frase sin sentido, como quien se abandona a una ilusión, a una ensoñación; pero también puedo decirlo como aquellos hermanos y aquella madre que, en la verdad de esas palabras, guardaron el tesoro de sus vidas. Ellos lo hicieron entonces, anticipando en la humilde fortaleza de su fe el abandono confiado de Cristo Jesús en las manos de su Padre: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.

Ésa es la fe de los mártires, ésa es la fe de Jesús: fe en un Dios que es Padre, fe en un Dios de vida, fe en la resurrección.

Tengo la sensación de que evitamos incluso la palabra; y, si la admitimos a trámite, lo habitual es que deformemos su significado, pues se la entiende como “vuelta a esta vida”, como “regreso a las peripecias del tiempo”, y la evidencia incontestable de que “de allá nadie vuelve” reenvía la resurrección al ámbito del sinsentido.

Pero incluso cuando la aceptamos desde la fe, la resurrección podría verse disminuida en su significado, pues, si la entendemos realizada en Jesús como principio y anticipada por gracia para la Madre de Jesús, y para nosotros la esperamos sólo al final de los tiempos, nuestra vida ahora y nuestra eucaristía hoy pueden quedar a la deriva, olvidadas, abandonadas, entre aquel principio y aquel final: ¡Y no lo están!

Cuando decimos: “Creo la resurrección de la carne”, además de confesar aquel principio y aquel final, confesamos que Cristo Jesús está siempre con nosotros, que vive en nosotros, que nuestra vida está con él escondida en Dios, que estamos con él a la derecha de Dios en los cielos.

Cuando decimos: “Creo la resurrección de la carne”, confesamos que, en Cristo, hemos pasado de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, del luto a la fiesta, del pecado a la gracia, de la muerte a la vida.

Cuando decimos: “Creo la resurrección de la carne”, confesamos que hemos resucitado con Cristo a vida nueva.

Si digo: “Creo la resurrección de la carne”, confieso: “que Dios es amor”, “que Dios es vida”, “que Dios me ama y es mi vida”, “que puedo dejar mi vida en manos de Dios”.

Y la eucaristía que celebras es sacramento de esa fe que profesas.

En tu eucaristía, Iglesia esposa de Cristo, te encuentras con tu Señor: lo reconoces presente en medio de tus hijos, lo escuchas mientras te habla en la palabra de las Escrituras santas, lo acoges mientras te sirve en el ministro que preside tu celebración, y junto con Cristo Jesús, que te amó y que por ti se entregó, también tú te ofreces al Padre y haces tuya la obediencia de amor del Hijo más amado.

En tu eucaristía comulgas con Cristo Jesús, te haces una con tu Señor, de tal modo que, si te buscas, sólo en él podrás encontrarte, y si lo buscas, sólo en ti lo encontrarás.

No te busques entre los muertos, pues, por la fuerza del Espíritu que se te ha dado, estás para siempre en el cuerpo del que es la Vida, eres su cuerpo.

En la eucaristía y en la vida, estamos resucitados con Cristo, somos del Señor. Sólo esperamos el día en que, “al despertar”, nos saciaremos de su semblante, porque lo veremos tal cual es.

Feliz domingo.