Contigo hablo, niña

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Jesús hablaba con infinidad de personas porque era la Palabra. Escuchaba primero, porque es la condición para cualquier diálogo. Y no daba recetas fáciles, porque la vida es lo suficientemente compleja para hacerla simplona.

Incluso llegó a hablar con los muertos. Como el caso de esa niña, la hija de Jairo, si querida niña. Ya estaba muerta, ya no valía la pena molestar al Maestro (tiene muchas cosas que hacer). Pero él se revuelve, aleja a los que solo proclaman palabras de silencio y se abre paso a través del mundo de los sueños: “No está muerta, está dormida”.

Y habla con la niña a través de la oscuridad de la distancia infinita en la que no existía aún la luz de la Resurrección. Y habla como en el Tabor en aquella blancura que no se entiende pero que se ve. Y habla palabras infinitamente tiernas, como las que se han de decir a los pequeños (en edad y en soledades).

Hubo un diálogo de siglos, más allá de este tiempo, de estos tiempos, del que no nos queda constancia. Solo lo que alguien creyó oír y transcribe: “Contigo hablo, niña, levántate”. Pero el diálogo fue mucho más largo; tanto que pasó de la muerte a la vida.