La lucha es, ante todo, con el propio Dios. O mejor, con el silencio de Dios. Aquella palabra del Evangelio de San Juan, “a Dios nunca nadie lo vio” (1 Jn 4,12), nos acompaña como una herida. Ninguno de nosotros vio a Dios. Y, sin embargo, proporciona un horizonte y una experiencia de sentido a la vida. Esta paradoja, aunque es una fuente de esperanza, no deja de ser muchas veces una espina. Pero esta es la condición peregrinante de la fe. Sabemos, sin embargo, cómo los lugares que parecen de pura ausencia son, sin embargo, espacios que misteriosamente insinúan una presencia.
Estamos atravesados por la revelación de Dios. Solo podemos decir eso. A partir de ahí, los creyentes tienen que ser humildes. En la Primera Carta a los Corintios, San Pablo dice: “Somos la escoria, la basura del mundo” (1 Cor 4,10), es decir, somos los ínfimos, lo que no vale. Y, de hecho, la experiencia creyente no es una experiencia reconocida. Ningún tribunal natural o de la razón puede afirmar de forma definitiva esta experiencia. Vive únicamente asegurada por una desmesurada confianza. En ese sentido, la fe tiene forma de hipótesis. Caminamos a tientas, como si viésemos lo invisible, según la bella formulación de la Carta a los Hebreos (Heb 11,7). La fe nos expone sin miedo a la contemplación, al silencio, a las idas y venidas sin entender nada, al hacer y al rehacer. La duda y la dificultad de creer no descartan la fe. Por el contrario, son un elemento fundamental. Pero luchando con Dios, también bailamos con él.