Han pasado demasiados años desde que leí, en plena adolescencia, una novela de Martín Vigil que se hizo relativamente conocida en determinados círculos católicos, «Cierto olor a podrido». No sé por qué la lejana novela de la que poco recuerdo, pero que me satisfizo en aquellas épocas de ilusiones y descubrimientos, me hace remedar su título… y hacerme eco de un cierto olor, ya no sólo a podrido, -que también- sino a «odio» mondo y lirondo.
No creo que diga nada nuevo, seguramente es algo que encontramos en multitud de artículos, comentarios, opiniones, y hasta en algunas intervenciones del papa y determinados obispos. Otra cosa es cómo se entienda e interprete ese «odio», desde dónde se denuncie o qué consecuencias se deriven de ese «cierto olor». La tesis parece obvia: da la impresión de estar viviendo o, simplemente, de ser espectadores más o menos pasivos, de una «cierta» ola o escalada de odio en nuestras sociedades.
No voy a referirme a ese odio llevado a sus máximas consecuencias: el odio, como sustrato más hondo, que provoca guerras cruentas; el odio que se traduce en xenofobia como ideología; el odio como raíz de la escalada de la violencia de género que asesina mujeres y niños; el odio hacia a los derechos humanos que en teoría defienden la libertad de desplazamiento de un territorio a otro por parte de migrantes; el odio disfrazado de estrategias y diplomacias envenenadas de algunos partidos políticos (en España y fuera de España); el odio mezclado con insensibilidad y egoísmo de alta gama que subyace en los ya incontables casos de corrupción financiera, política que nos sorprende cada día; el odio vestido de homofobia hacia quienes experimentan una atracción sexual minoritaria, etc. Estas «expresiones de odio», realizaciones, concreciones, puestas en escena, de un atroz odio antihumano, lo dejo para ser analizado por otros, o para otro momento.
Aquí me refiero a un «cierto olor» que cuantitativa y cualitativamente vengo oliendo en los últimos tiempos. Un olor fétido y nauseabundo que se extiende como una nube tóxica que nos cubre irremediablemente. Se trata de un odio larvado, en claroscuro, semi-escondido; un odio que aletea sobre todo en las redes sociales, en los videos «colgados» que nos presentan peleas absurdas e imbéciles entre chavales/as que se divierten en esas quedadas grotescas para jugar a luchas y pugilatos que luego sean «virales» en internet. Es el odio de innumerables «tuis», ese camino patético que esconde la identidad para sacar lo peor que se lleva dentro; es un «odio anónimo», sin cortapisas ni control, impúdico, desvergonzado, lamentablemente viral y a la vez tristemente pueril, desbocado, rancio, innecesario, irrespetuoso, pero alarmantemente atrevido, amoral, a-ético, ruin, puramente emocional, ¿inconsciente? Puede que sean los años, -los míos, digo- pero me duelen y hasta escandalizan, expresiones tan ofensivas de la más osada radicalidad bañadas de violencia ilógica, absurda, desmadrada. Ya es habitual pedir la cabeza de quien no piensa como yo, machacar sin preámbulos, ni análisis, ni eufemismo alguno, al político de turno que no me gusta; aunque, en una profundización seria, pueda y deba ser digno de ser repudiado. Es una violencia atroz, intestina, nacida más en las tripas que en el cerebro, un odio inviscerado que no sé muy bien de dónde procede. Si Trump no es de los míos hay que cepillárselo; si Maduro es un dictador hay que cortarle la cabeza; si Rajoy es culpable hay que eliminarlo sin juicio previo alguno; y podemos poner todos los nombres que queramos: desde el esperpento dirigente de Corea del Norte hasta el papa Francisco, que por supuesto es marxista-leninista de toda la vida, hereje contumaz, no es teólogo ni filósofo, ni políglota, ni siquiera conoce el Catecismo, y además, «es un populista»; y para más inri, ni siquiera es europeo. Aquí no se salva nadie. La «solución» es la fabricación de armas de destrucción masiva que alcancen, selectivamente por supuesto, a todos aquellos que no están «en mi onda», en mis parámetros mentales (si es que los hay), en mi estructura emotivo-afectiva… La venganza se sirve fría, caliente, tibia, o como haga falta. «El ojo por ojo y diente por diente», se queda corto. Los resentimientos, las heridas que me hicieron, las injusticias que he sufrido, los pisotones ciertos que me han dado toda la vida… son más fuertes y relevantes que «todo lo demás»; reclaman venganza, sangre, aniquilación total pero controlada.
Y este «cierto olor a odio», que mejor sería expresar como «olor cierto a odio», no es patrimonio exclusivo de ateos, laicistas, derechosos, podemitas, populistas o financieros con tejemanejes en algún paraíso fiscal. Lo que me interesa resaltar es cómo ese odio, esa venganza, ese resentimiento, ese espíritu justiciero, ese afán de limpiarlo todo a través de mis sucias escobas, está claramente presente en nuestra Iglesia. «Señor, quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?» (Lc.9,54). Basta leer los «comentarios» en multitud de blogs, Facebook, tuits, y todos estos nuevos caminos de comunicación de que disfrutamos que se van convirtiendo en encrucijadas de odio y alejamiento, no de diálogo, de análisis sensato y atinado de las cosas, de profundización inteligente, justa, racional, con sentido histórico, con comprensión humana… de las actuaciones de los demás, sean políticos o no.
Termino con una anécdota. No hace muchos días, una buena señora de mi comunidad tuvo el atrevimiento de pedir a Dios por los jihadistas terroristas. Lo hizo con cierto miedo, porque sabía que eso, simplemente, «no es políticamente (¡ni cristianamente!, por lo visto), correcto». Al instante fue increpada por otra señora, también una buena mujer: «por esos asesinos no se puede pedir a Dios». Yo pensé que, «el pobre Dios» lo tiene difícil con tanta variedad de hijos e hijas que tiene en la Tierra. Es padre/madre de una familia desavenida, rota, agresiva, fraccionada y «faccionada», fratricida. Pero resulta que todos son sus hijos e hijas. «¡Menudo problema tiene Dios!» Y terminé pensando: queda totalmente prohibido leer los textos del evangelio donde Jesús nos ordena: «habéis oído que se os dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a quienes os aborrecen, y orad por quienes os ultrajan y os persiguen» (Mt.5, 43ss) ¿Se tratará de un texto apócrifo?, pensé después.
AMOR, AMOR, AMOR. Nos aplastan, nos acorralan, nos llenan de propaganda subversiva, nos comen el coco con EL CONSUMO, EL PODER, LAS DROGAS, LA RELIGION, LA FELICIDAD DEL DINERO… y nos olvidamos del CORAZÓN HUMANO, de la miseria, del amor que nace de lo profundo. Más allá de empresarios egoístas que sólo piensan en su negocio y no el trabajador que explotan, más allá de las máquinas que sustituyen la mano de obra, más allá de una religión que desde el púlpito nos invita a pedir perdón a Dios y a ponernos en manos de su poder y grandeza porque somos pecadores por no ir a misa, o por decir una palobrota, más allá de unos niños que se ríen de otros niños en la escuela y quieren llamar la atención porque en casa no hay diálogo ni familia, tan sólo televisión, juegos de máquinas y actividades, más allá de una lucha frenética de hacer y hacer, viajar y viajar, consumir y consumir, mi país y sólo mi país, lo mío y sólo lo mío, hay UN TÚ, UN CORAZÓN QUE AMA POR ENCIMA DE TODAS LAS LENGUAS, UN DIOS TRINITARIO QUE SOLO SABE AMAR, MILES DE CORAZONES SENCILLOS QUE TRABAJAN POR SALIR ADELANTE, MISIONEROS QUE LUCHAN POR UN MUNDO MEJOR PESE AL ODIO, VOLUNTARIOS QUE LO DAN TODO, y sobre todo estás tú que lees estas palabras y te preguntas e interrogas, para qué tener envidia y ODIO…AMA, AMA SIEMPRE CON UN CORAZÓN SIN PUERTAS CON la certeza que nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús y que obra en tu corazón por medio del Espíritu Santo. AMEN