Junto a la capacidad de preguntar hay otro rasgo menos notado que también es propio y exclusivo del ser humano: la capacidad de responder. Responder va más allá de una simple reacción ante un estímulo. En este sentido los animales también responden. Las respuestas humanas tienen un alcance mayor que una reacción espontánea ante situaciones, buenas o malas, que nos estimulan. La respuesta humana es pensada, razonada, justificada, y precisamente por eso, a veces es una respuesta que va contra el estímulo más primario e inmediato, contra lo que podríamos considerar “más natural”. Cuando yo respondo con amor ante una ofensa, o cuando pierdo mi tiempo y mi dinero para ayudar a un desconocido, estoy respondiendo de una forma que va mucho más allá de lo espontáneo y de lo “natural”.
Somos seres capaces de preguntar y capaces de responder. Capaces de preguntar porque queremos saber el por qué de las cosas, buscamos más allá de lo inmediato. Y capaces de responder porque nuestra vida, desde el comienzo hasta el final, está interpelada. Eso significa que no sólo preguntamos, sino que nos preguntan. Alguien o algo nos pregunta, nos interpela, solicita una respuesta. Estas preguntas que otros nos hacen, esas preguntas que vienen de fuera, nos obligan a reflexionar, abren perspectivas, nos constituyen.
Los creyentes sabemos que, al comienzo de la historia, el ser humano fue interpelado por Dios. Responder a la interpelación del otro nos humaniza, porque en la comunicación puede nacer el amor. Cuando la pregunta y la respuesta están en sintonía es porque hay confianza y amor. La historia de los comienzos de la humanidad, tal como la cuenta la Biblia, dice que el ser humano no respondió adecuadamente a la interpelación divina, desconfió de Dios y se buscó a sí mismo. En vez de atender la voz de Dios, se creyó poderoso no dependiendo de nadie y escuchándose sólo a sí mismo. Ahí perdió su humanidad, porque lo humano no está vinculado al poder, sino a la responsabilidad. Nos salvan las relaciones.