Aprendiendo a esperar:

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No hace falta que entres en el corazón de Abrahán mientras recorre el camino que lo separa del altar en que ha de ofrecer a su hijo. Su grito se oye desde lejos y desde siempre: “¡Qué desgraciado soy!

Tampoco hace falta que recorras las vías de la pasión de Jesús al tiempo de su amargura. Su angustia se derramó como sangre en la tierra de un huerto de olivos, y la confesión de su abandono la recogió el viento para entregarla en el corazón de Dios y en el tuyo.

Pero no dejes de entrar en tu corazón, en las vías de tu pasión, en la noche de tu fe, en lo hondo de tus miedos, en esa vida tuya para la que temes no encontrar sentido; entra dentro de ti, y te hallarás diciendo, también tú, “¡qué desgraciado soy!

Tu horizonte, como el de Abrahán, como el de Jesús, no parece ser otro que la muerte. Entonces tú, con Abrahán, con Jesús, con el salmista, vas repitiendo: “Tenía fe, aun cuando dije: ¡Qué desgraciado soy!” Tenía fe, aun cuando avanzaba hacia la muerte; tenía fe, aun cuando no veía futuro; tenía fe, aun siendo desgraciado; tenía fe, porque mi Dios es fiel, porque mi Dios es Dios.

Envuelta en las promesas de Dios a Abrahán, alcanzada por la luz de Dios en el cuerpo de Cristo, también la Iglesia mantiene viva la fe y, en la noche, aprende a confiar y a esperar.

Lo dijo el poeta: “Abrahán contaba tribus de estrellas cada noche; de noche prolongabas la voz de la promesa… La noche fue testigo de Cristo en el sepulcro; la noche vio la gloria de su resurrección… La noche es tiempo de salvación”.

Tu mañana se gesta en tu noche. Tu futuro lo lees en tu esperanza. Mañana y futuro resplandecen hoy en el cuerpo transfigurado de Cristo. En ese mañana lleno de Dios y de hermanos, en ese futuro lleno de vida y de luz, en el mundo que esperas, ya puedes entrar hoy por tu comunión con Cristo Jesús.

Feliz domingo.

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