jueves, 28 marzo, 2024

Un canto de acción de gracias para un coro de desgraciados

II DOMINGO DE CUARESMA

El salmo con que oramos hoy es un canto de acción de gracias, palabras de gozo y de fiesta que suben del corazón de un creyente que se ha visto escuchado en su angustia y liberado por Dios: “Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco… Tenía fe, aun cuando dije: ¡«Qué desgraciado soy»! Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”.
Puedo pensar que este salmo es canto de Abrahán, al que la palabra de Dios libera de la prueba y enriquece de bendiciones y promesas. Puedo pensar que es canto de Isaac, al que la voz del cielo ha liberado de la muerte. Puedo pensar que es el canto de un salmista liberado de una muy grave enfermedad. Puedo pensar que es canto de Cristo resucitado –Cristo transfigurado-, en quien las palabras del salmo adquieren especial significado y toda su plenitud.
Abrahán, Isaac, el salmista, Cristo, nosotros, confesamos que el Señor nos ha hecho caminar en su presencia; y cantamos nuestra acción de gracias, porque, desde la tierra en que nos acechaba la muerte, hemos entrado por gracia en el país de la vida.
No es el nuestro un canto de gente satisfecha. Los satisfechos nada agradecen porque todo lo tienen. El nuestro es canto de gente liberada, que todo lo agradece porque nada tenía y todo lo ha recibido.
El canto es del Resucitado que estuvo crucificado, del salmista que estuvo al borde de la muerte, de Isaac reservado por Dios para la vida, de Abrahán bendecido en su angustia de padre. El canto de agradecimiento es para el tiempo de la gracia. Para el tiempo de la desgracia el creyente tiene sólo el canto de su fe: “Tenía fe, aun cuando dije: ¡«Qué desgraciado soy»!”.
Hoy canto con Cristo, con el salmista, con Isaac, con Abrahán, canto con todos ellos su canción de agradecimiento, porque es mía su alegría, su dicha, su liberación, su victoria. Su fiesta es nuestra fiesta. Su día del Señor es nuestro día del Señor.
Y ellos cantan con nosotros la humilde canción de la fe, porque la nuestra es también su fe, como es suya nuestra necesidad, nuestra angustia, nuestra noche. Ellos las conocen de cerca, no sólo porque las han vivido antes que nosotros, sino también porque las viven con nosotros.
En la celebración eucarística de este domingo tú comulgarás con Cristo y él comulgará contigo: tú con su luz, él con tu noche; tú con su gloria, él con tu debilidad; tú con su canto de agradecimiento, él con la oración de tu fe.
A esta comunión van con nosotros los pobres de la tierra: abatidos, desnutridos, hombres y mujeres de pies llagados en los caminos de un éxodo cruel, todo un mundo de gente que no sabes si van hacia la tumba o son fantasmas que por un tiempo se ausentan de ella. A nuestra comunión dominical llevamos con nosotros hombres y mujeres sin pan, sin higiene, sin descanso, sin ayer, sin papeles, sin mañana, ricos de sufrimientos, de heridas, de fracasos, de abortos, de lágrimas, de VIH. A nuestra comunión llevamos con nosotros hombres y mujeres expertos de bancos en las estaciones de autobuses, de miedo en las calles, de soledad en el alma. Los llevaremos a nuestra comunión porque están siempre con nosotros, y gritaremos por ellos la oración de la fe: “Tenía fe, aun cuando dije: ¡«Qué desgraciado soy»!”. La esperanza es que mañana, por el poder del amor y la fuerza de la gracia, caminemos todos en el país de la vida.
 

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