ABRAHAM Y LA “FIESTA DEL SÍ”
En diálogo con la realidad de la vida en su inicio, podemos ver que un niño, desde que nace, recibe y oye palabras, nombres, gestos, noticias…y todo lo registra en su ser más profundo. Posee un dinamismo interior de crecimiento a todos los niveles. Pronto distingue las voces conocidas, reconoce los diversos tonos en su aprendizaje vital, distingue la voz de la madre de la de extraños, y todas las informaciones que recibe le van estructurando en su tejido humano que sigue creciendo. No importa que no entienda nada, en la incipiente urdimbre de su vida necesita la palabra y los gestos, cada día los percibirá más dirigidos a él mismo, y así la comunicación será un hilo muy importante en su tejido vital. Llegará un momento que el idioma de los padres será su propio lenguaje. Poco a poco irá comprendiendo, y enriqueciendo su comunicación con nuevas palabras, que harán cada vez más humana su vida, porque podrá -a través de ellas- relacionarse mejor con su entorno.
De igual manera, la vida del creyente necesita la firme urdimbre de la Palabra de Dios, sus tonos y sus gestos expresados en todas sus páginas. Quien lee la Biblia en la humildad de un niño, y acoge sus palabras confiado, entra en un proceso de estructuración de su propia humanidad, hasta llegar a la madurez de un corazón orante.
No importa que no lo entienda todo, poco a poco comprenderá, pero cada página va penetrando en su interior, y aprende a reconocer la voz de Dios, hasta hacer del lenguaje de Dios su propio idioma, y de los parámetros del Señor sus propios criterios de discernimiento.
Pero, ¿cómo discernir el bien del mal -entre tanta confusión como reina- en nuestro mundo herido y adormecido? Entre tantas voces y reclamos, que no podemos evitar, ¿cómo distinguir la voz de Dios?
La Iglesia, como madre sabia, nos ha dado -para esta semana pasada y para la que hoy iniciamos- una palabra en cada Eucaristía, que se convierte en una voz clara e importante en la urdimbre de nuestra vida: Abraham. Este anciano, padre de la fe de pueblos numerosos, camina con nosotros estos días en la liturgia eucarística. Su historia es de gran ayuda para nuestro discernir el querer de Dios en los quehaceres diarios.
Me impresiona cómo su vida está jalonada por ocho diálogos con el Señor, recogidos en el libro del Génesis, como ocho perlas valiosas. Merece la pena detenernos y leerlos con sosiego. Orar con ellos mantiene en tensión la urdimbre de nuestra vida y la sanea.
Poco a poco he ido descubriendo que los pasos de Abraham son nuestros pasos.
Desde el primer: “Sal de tu tierra” (Gn 12, 1), hasta el último encuentro con Dios en el monte Moria, donde el Señor dice: “Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz” (Gn 22,18), hay una cadena de “síes” de Abraham que moldean su vida, y aunque van acompañados de luchas y errores propios del ser humano, de todo Dios saca una historia de bendición. Es más, hace de Abraham una bendición. Y es esto lo que quiere hacer Dios con cada uno de nosotros.
Al final de la vida, en el último diálogo conservado -cuando el sacrificio de Isaac-, Abraham tiene ya el corazón de Dios, que tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único. Su diálogo constante con el Señor le condujo a un despojo de los apoyos humanos, y a una entrega total al plan de Dios, abriendo el camino del pueblo hacia la tierra prometida.
Nuestro corazón también necesita ser modelado hasta el final, aunque estemos cargados de años como Abraham, no podemos encadenar nuestros pasos como si todo estuviera hecho, y no quedara ya nada más que hacer. Para ello, la Iglesia nos invita en estos días a vivir una auténtica “fiesta del sí”, profundizando en la vida de Abraham, a través de los textos litúrgicos.
El primer “sí” del pueblo de Dios es el de Abraham, tras del cual Dios sale con él a hacer camino. Después vinieron otros muchos “síes”: el de Moisés, el de los profetas…Son muchos los que han dicho “sí” al plan de Dios a lo largo de la historia, saliendo de sus propios planes. Hoy nos llama el Señor a ser creyentes “en salida”, por eso es importante dejar que estas páginas de la Biblia toquen nuestra vida, y nos hagan salir de nuestros egoísmos, siguiendo las huellas de Abraham.
Es fácil quedarse en la queja y los lamentos de los muchos “noes”, siempre culpando a los demás. Pero la realidad es que: cada “sí” de la historia ha abierto la puerta para que Dios caminara con su pueblo. Estoy convencida, Dios está donde se le deja entrar. Y entra a través de las dificultades, los fracasos y la vulnerabilidad. Nada de esto es impedimento para su misericordia, que actúa en la miseria humana.
Entre todos los “síes” de la historia, hay un “sí” especial ante el que prefiero callar, el “SÍ” de María, que posibilitó no ya que el Señor caminara con su pueblo, sino que Dios se hiciera uno de nosotros. Su “Sí” abre la puerta al “Sí” de Jesús, que le acompañó toda la vida hasta la Cruz, y con el que venció la muerte y el mal. En Jesucristo se encuentra el “Sí” de Dios a toda la humanidad y su amor incondicional.
¡Esto merece una fiesta y un espacio de gozo en el día a día de nuestras vidas!. No apaguemos la alegría de la historia. Salgamos de las propias comodidades, de nuestros criterios inamovibles, de ironías y desconfianzas estériles, y vivamos todo lo que nos pase en diálogo con Dios. Él se interesa por nosotros de verdad, y de Él procede la verdadera alegría, la que nadie nos puede quitar.
Nuestro “sí” no es individual, incide en la historia del pueblo de Dios, que es una historia de sacrificios, de esperanza confiada en Dios, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio y la entrega sin aplausos, de constancia en el trabajo y de oración perseverante. Digamos hoy “sí” a la oración, como salida de sí mismo para escuchar a Dios, único centro de gravedad, y “sí” al servicio, como salida de nuestro ego para custodiar a los que nos rodean.
Estos dos hilos valiosos entretejen nuestra jornada. Y en esta realidad cotidiana vamos siendo consagrados, pero si “nos entretenemos vanidosos hablando de lo que habría que hacer” (EG 96), como sabios que señalan desde arriba todo lo que está mal, perdemos nuestra identidad más genuina de peregrinos tras las huellas de Dios.
Nuestra peregrinación en la fe comenzó hace siglos, nos toca mantener vivo el éxodo de un anciano pastor, Abraham, a quien la promesa de Dios le despertó la esperanza. Esa promesa de futuro y de vida que acogió Abrahán, somos nosotros mismos. Aquel anciano, Abrahán, es para nosotros el origen de nuestro éxodo.
Esta historia colectiva de una gran familia, tan numerosa “como las estrellas del cielo y como la arena de la playa” (Gn. 22, 17), nos hace reconocer que somos mucho más que individuos con sentimientos religiosos, somos un pueblo de hermanos que caminan.
Aquel bendito día, Abrahán escuchó la invitación de Dios, y emprendió su éxodo, para que nosotros podamos hoy realizar el nuestro. Su fe es ahora para nosotros nuestro cayado. Su confianza en la promesa de Dios, rasga ahora nuestro hoy, para que se abra en nosotros una puerta hacia el futuro que ofrece la fe en Dios, cuando no se ven horizontes. Abrahán dejó atrás sus seguridades, e inauguró la historia que desemboca en una descendencia nueva, nacida de la escucha. ¡Dejemos las murmuraciones que roen el alma! ¡No nos cansemos de escuchar lo que dice el Señor y caminemos!
Sin duda, nuestro anhelo más profundo es personal e íntimo, con los matices propios de nuestra biografía, pero somos personas nacidas de una comunidad histórica. No peregrinamos sólo para nosotros, ni podemos por nosotros mismos recorrer el camino y llegar hasta la meta.
Vayamos a los textos bíblicos que la Iglesia nos ofrece esta semana, bebamos del manantial de nuestros orígenes, y despertemos a la fiesta del “sí” que la liturgia nos ofrece.