“Aquel día” Dios preparará para todos los pueblos un festín, manjares suculentos, enjundiosos, vinos de solera, generosos. “Aquel día” Dios aniquilará la muerte para siempre. “Aquel día” Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros.
“Aquel día”: dos palabras en las que se encierra la esperanza del mundo.
Ahora, tú que has oído la palabra del profeta y has creído, dime si la has visto cumplida.
Tenemos un compañero de camino inseparable de nuestra vida, y es la muerte. Tenemos una compañera que conoce como nadie los secretos de nuestro rostro, y esa compañera son las lágrimas. Y más allá de esa muerte y esas lágrimas que nos siguen con la regularidad de los amaneceres, conocemos otras que son hijas de la violencia, de la crueldad, de la indiferencia, de la injusticia, de la avaricia, del odio…
Vivimos en un mundo en el que, pese a nauseabundos silencios informativos, la muerte y las lágrimas se nos cuelan por las ventanas del alma, y vemos pateras a la deriva con hombres, mujeres y niños muertos de hambre y de sed; vemos a hombres, mujeres y niños enterrados vivos en las aguas de nuestros mares; vemos a hombres, mujeres y niños hacinados en campos de confinamiento que hubieran sido considerados inadecuados para los animales de una granja.
Entonces me pregunto por “aquel día”, por la esperanza del profeta encerrada en “aquel día”, también por la confesión del salmista, que hice mía en la oración de la comunidad: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.
La de hoy es una de esas celebraciones en que la palabra de Dios reclama ser leída, no desde la quietud de los ambones, sino desde el horror de las pateras: “El Señor me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas… Preparas una mesa ante mí… Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida”.
En realidad, si queremos entrar en el misterio de la palabra de Dios, tendremos que proclamarla siempre desde la cruz de Cristo Jesús: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan”.
Esa cruz es la única cátedra desde la que se puede iluminar el sentido de la palabra de Dios; y Cristo Jesús, el Crucificado-Resucitado, es el único Maestro que te puede introducir en el misterio de esa palabra.
Es Cristo Jesús quien lo dice: “Me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa… Habitaré en la casa del Señor por años sin término”. Y es él quien lo interpreta. Y no lo hace hablándonos de Dios, sino mostrándosenos, y dejando así que veamos lo que hemos de creer, que veamos lo que necesitamos aprender.
En Cristo Jesús vemos que la palabra del profeta y la palabra del salmista y todas las palabras de la revelación han llegado a cumplimiento.
Ahora, Iglesia de Cristo Jesús, si ves cumplida en Cristo la palabra que escuchaste, si en él se declaran cumplidas todas las palabras, tu fe te dice que también se han cumplido para ti que eres su cuerpo; más aún, que están cumplidas para todos los pueblos, pues de todos quiso ser esa Palabra divina que por todos se hizo debilidad, vulnerabilidad, fragilidad, mortalidad; tu fe te dice que Cristo Jesús es el banquete de bodas que Dios ha preparado: Él es el banquete de la vida, de la alegría y de la abundancia para todos los pueblos, un banquete del que sólo quedan excluidos los que a sí mismos se excluyen “porque tienen otras cosas en que ocuparse”.
Dios ha preparado para todos el banquete de bodas de su Hijo. Con arrogancia y desprecio, se negarán a entrar “los que mucho tienen”. Sorprendidos y agradecidos, entrarán los que nada tienen, ya sabes, los expertos en agonías y lágrimas.
Entra, escucha, contempla, comulga y vive.