Fuera del pobre no hay salvación:

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Estaban allí, cerca del crucificado, subidos al árbol arrogante de la pureza, del saber y de la ley; estaban allí para despreciar desde su altura el dolor del humillado y alegrarse de su muerte; allí gritaban sarcasmos y burlas, pues la arrogancia instigaba a herir también con palabras a un hombre ya desgarrado por látigos, espinas y clavos.
Algunos fingen olvidar que allí estábamos todos: soldados y curiosos, jefes del pueblo y ladrones, letrados y sacerdotes.
Fuimos nosotros quienes pusimos en aquel día del mundo la noche más oscura del mal. Aquel lugar y aquel tiempo, sin el amor de aquel crucificado, sin su vida entregada y su perdón ofrecido, no serían más que un infierno, pura ausencia de piedad y ternura, de derecho y justicia, de corazón y de lágrimas.
En nombre de purezas, saberes y leyes, desterrándole a él de la vida, intentamos desterrar de la nuestra la misericordia y la compasión que aquel crucificado derrochaba con prostitutas y adúlteras, enfermos y endemoniados, publicanos y pecadores, excluidos y humillados, reconocidos por él como señores del sábado y huéspedes del corazón de Dios.
En nuestro pequeño y mísero mundo de elegidos, de guardianes que no buscadores de la verdad y de la fidelidad, los puros nos reservamos el derecho al sarcasmo y a la ira, al honor y a la recompensa, a juzgar y a condenar, a despreciar, injuriar y matar.
Pero en el día del Señor no me avalará la pureza, no me protegerá el saber, no me justificará la ley; sólo podrá salvarme aquel pobre crucificado: Fuera del pobre no hay salvación.

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