Hoy me quiero detener no en el regalo de Jesús a Bartimeo (“El impuro”) a quien le restituye la vista y con ello la vida y la liberación de la culpa que le achacaban los justos (él o alguien de su familia debía haber pecado para que se quedase ciego). Quiero intentar meterme en esa oscuridad de un hombre que no podía ver antes del encuentro con el Mesías, con la Vida.
Ese ser humano que vivía en la oscuridad poblada de sonidos, la mayoría de las veces extraños. Un hombre que dependía de los demás, de sus limosnas y de sus cuidados porque no podía hacer otra cosa. Un hombre en una cuneta del camino a expensas de la bondad o la maldad de los otros y, las más de las veces, a merced de su indiferencia.
Alguien sin oficio ni beneficio y sin servicios sociales que lo sustentasen o acompañasen. En esa oscuridad, algunos dicen que luminosa, en la que los recuerdos (si algún día pudo ver) se acumulaban en sus retinas apagadas o dónde la imaginación intentaba dar forma y color a lo que estaba en su entorno. Un ser humano que sólo podía reconocer por el tacto o el oído o el olfato o el gusto (que es mucho reconocer), pero al que nadie se quería acercar porque también se hacía impuro (como a un leproso o a una prostituta). No podía anticipar nada de lo que le venía encima físicamente. Un ciego sin lazarillo, sin posibilidad de ser amado (me imagino que de amar sí, espero, aunque no fuese correspondido) habitando esa soledad física y psíquica que es infierno ayer, hoy y siempre, pero con el agravante de sentirse juzgado (En el pecado lleva su penitencia…) sin posibilidad de defensa porque la sentencia ya era pública.
Y en todo ello, en esa fragilidad de más o menos años, se oyen unos gritos y el nombre que le resuena en las entrañas: ¡Jesús!. Y en unas milésimas de segundo le pone rostro, le palpa la voz y lo saborea con la esperanza que colma su paladar. En unas décimas de segundo y de lucha por acceder a ese ser humano, a su salvación…
Y lo que sigue ya está en el Evangelio.