Pocos, bien unidos y fervorosos

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El mes de febrero tiene un significado especial para los consagrados. Cuando el papa san Juan Pablo II instituyó en 1997 la Jornada de la Vida Consagrada para ser celebrada el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, señaló con claridad sus objetivos. El primero tenía que ver con la Iglesia en su conjunto: “ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos”.

El segundo miraba a las personas consagradas: ofrecer “una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor”. Al cabo de 28 años, hemos avanzado mucho en el segundo objetivo. Por lo general, las personas consagradas aprovechamos la Jornada para agradecer la vocación recibida y renovar nuestros compromisos. No es tan claro que hayamos avanzado en el primero. Sigue habiendo muchos cristianos (tanto pastores como laicos) que no valoran mucho la vida consagrada, sobre todo por desconocimiento.

Suelen ser conocidas las formas tradicionales, pero hay mucha oscuridad sobre las vírgenes consagradas, las sociedades de vida apostólica, los institutos seculares, las familias eclesiales, etc. Necesitamos aprovechar la Jornada anual para hacer una presentación coral de la inmensa riqueza carismática que ofrece la vida consagrada en la Iglesia de hoy. El amor es también pedagogía. No somos, sin más, cuerpos especializados para salir al paso de algunas necesidades de la Iglesia
y de la sociedad en el campo educativo, sanitario o pastoral, sino, ante todo, buscadores de Dios, seguidores cercanos de Jesús, hermanas y hermanos universales, samaritanos a tiempo pleno.

El Congreso Nacional de Vocaciones que tendrá lugar en Madrid del 7 al 9 de febrero es una oportunidad para celebrar y explicar nuestra manera de seguir a Jesús. El lema escogido –“¿Para quién soy? Asamblea de llamados para la misión”– subraya la finalidad evangelizadora de todas las vocaciones. En el marco de una Iglesia sinodal, son loables las iniciativas que buscan promover las vocaciones de una manera sinfónica.

La petición de Jesús –“Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”– trasciende el estrecho perímetro de nuestros institutos. La mies es el mundo entero. Le pedimos a Dios que suscite vocaciones para el anuncio del Evangelio al mundo, no solo que haga engrosar los escuálidos números de nuestras comunidades.

En una carta dirigida al segundo superior general de la incipiente congregación de los Hijos del Inmaculado Corazón de María, san Antonio María Claret le escribía: “Es verdad que nuestra Congregación es pequeñita, pero no importa; vale más que seamos pocos, bien unidos y fervorosos, que muchos y divididos”.

Ese criterio claretiano nos viene como anillo al dedo en la actual coyuntura por la que atraviesa la vida consagrada en Occidente. Lo que de verdad importa es la experiencia de comunión (“bien unidos”) y el vigor espiritual y evangelizador (“fervorosos”). A veces, esta experiencia de unidad y fervor vendrá acompañada de numerosas vocaciones; otras, tendremos que vivirla con la espiritualidad del decrecimiento y la minoridad.

Tanto la abundancia como la escasez ofrecen oportunidades
y desafíos. Todo momento histórico está en las manos de Dios. Solo Él sabe su verdadero significado en la lógica pascual de la salvación.

En la sección de Actualidad de este número damos cuenta del coloquio que los claretianos que trabajamos en el ámbito de la vida consagrada tuvimos el pasado 11 de enero con una veintena de personas (obispo, consagrados y laicos). Siguiendo el método sinodal, reflexionamos sobre las necesidades más acuciantes que vemos en la vida consagrada actual
y sobre el modo mejor de responder
a ellas.

Hubo un consenso general en que, entre otras cosas, necesitamos una nueva reflexión teológica en este primer tercio del siglo XXI. Para “valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos”
–como escribía san Juan Pablo II– es necesario hacernos cargo de los profundos cambios que se han operado en las últimas décadas.
Y, sobre todo, hay que resituar con más claridad las múltiples formas de la vida consagrada en el camino de la Iglesia. No solo estamos llamados a una vida consagrada intercultural, intergeneracional e incluso intercongregacional, sino que solo podremos “reavivar los sentimientos que deben inspirar [nuestra] entrega al Señor” en la medida en que nos relacionemos de una forma más decidida y luminosa con las otras formas de vida cristiana y juntos colaboremos en la misión de Dios.