La «dignidad infinita» de las personas consagradas

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Gonzalo Fernández Sanz

Director de VR

La reciente declaración Dignitas infinita del Dicasterio para la Doctrina de la Fe se abre de modo enfático: “Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre”. Estas palabras encuentran también eco en la vida consagrada, formada por personas humanas que aspiran a conseguir su plenitud personal en el seguimiento de Cristo.

La necesaria abnegación que supone este estilo de vida –y que se expresa de manera singular en la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia– nunca debiera utilizarse como coartada para justificar la violación de la dignidad personal o cualquier forma de abuso espiritual, sexual o de poder. De hecho, hablando de los superiores, el canon 618 prescribe que “mostrándose dóciles a la voluntad de Dios en el cumplimiento de su función, gobiernen a sus súbditos como a hijos de Dios, fomentando su obediencia voluntaria con respeto a la persona humana”. Este respeto a la dignidad personal “le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre”, incluidas obviamente todas las formas de vida consagrada.

Por desgracia, no siempre ha sido y es así. Hoy somos muy sensibles a las distintas formas de abuso que han mancillado la dignidad de las personas consagradas. No podemos seguir tapándolas y mucho menos justificándolas desde la kénosis que supone la profesión religiosa o desde tradiciones seculares.

Refiriéndose a las mujeres consagradas, que constituyen la gran mayoría de los consagrados, el papa Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Vita consecrata (1996), escribía: “La mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello es legítimo que la mujer consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su misión y su responsabilidad, tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana” (n. 57). Queda todavía un buen trecho para la realización de este sueño.

Solo si vivimos en nuestras comunidades un respeto exquisito a la dignidad inviolable de cada miembro (sobre todo, de los más frágiles) podemos trabajar de manera creíble por la dignidad de las demás personas. La instrucción Caminar desde Cristo (2002) nos señalaba un camino: “La misión, en sus formas antiguas o nuevas, es antes que nada un servicio a la dignidad de la persona en una sociedad deshumanizada, porque la primera y más grave pobreza de nuestro tiempo es conculcar con indiferencia los derechos de la persona humana” (n. 35).

Dado que en muchas partes del mundo son las mujeres quienes más sufren esta conculcación de derechos, Juan Pablo II, en la exhortación Vita consecrata, señalaba explícitamente que “un ámbito particular de encuentro fructífero con otras tradiciones religiosas es el de la búsqueda y promoción de la dignidad de la mujer. En este punto las mujeres consagradas pueden prestar un precioso servicio, en la perspectiva de la igualdad y de la justa reciprocidad entre hombre y mujer” (n. 102).

En la oración vespertina, varias veces al mes alabamos a Dios Padre “que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1,3). Estos bienes incluyen la filiación divina, el perdón de los pecados… un verdadero derroche de gracia que es el fundamento de nuestra “dignidad infinita”.

Un grupo de personas “dignas” se dedica a la alabanza a Dios y a la lucha por promover la dignidad de todos. En sus filas no hay espacio para los abusos.