PROCRASTINAR

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Procrastinar es una palabra clásica y difícil que, paradójicamente, tiene éxito en el pensamiento actual, y significa, de manera sencilla, “dejar las cosas para mañana”. Actitud que es fácilmente comprensible y muy practicada en nuestros foros. Me atrevería a decir que es el fondo y la forma de no pocas reuniones, asambleas y llamadas a la actualización de nuestro tiempo; no pocas nociones de liderazgo que pululan y, lo que es peor, es el clima que se percibe en el día a día de algunas comunidades. No es tanto que no se hagan cosas, sino que no se hacen aquellas que acercan el porvenir y así se multiplican actos con motivaciones más irrelevantes por miedo a afrontar aquellas que deben atenderse. Y es que,  procrastinar, aunque no es una palabra fácil, sí es un “deporte” que se practica con asiduidad.

Se dejan para mañana búsquedas que las personas necesitan hoy. Eso sí, se jalean eslóganes, incluso se utilizan términos rimbombantes de actualidad… pero es pura estética. Es una de las consecuencias de procrastinar que necesita –más inconsciente que conscientemente– que nada cambie. Dice Xavier Marcet  en su libro, Esquivar la mediocridad, que “en muchas empresas la transformación no es posible porque viven atenazados por sus éxitos y la autocomplacencia  subsiguiente. Si los discursos de la transformación se escuchan en organizaciones que se han instalado en la cultura de la complacencia, no hay nada que hacer. Todo el mundo asentirá, incluso aplaudirá, pero la transformación será pura cosmética”. Y nuestra realidad no es muy diferente. Procedemos de culturas y estilos que, a quienes estamos hoy en la comunidad, nos dieron seguridad,  y no queremos oír que esa seguridad de ayer no existe, no está, no es. Pero esa es la realidad.

Así, se dejan para mañana construcciones comunitarias con vida, y se insiste para que nadie se permita soñar lo imposible. No sé si es procrastinación o pereza, pero crecen los expertos y expertas ramplones, que se han conformado en la torpe observación de «esto es lo que hay». Son ramplones porque no alcanzan a entender que hay mucha más vida que la que ellos o ellas han llegado a desarrollar. Y es que también es una suerte de procrastinación, o pereza, llegar a creer que la visión personal que tengo sobre la comunidad es la única verdadera o posible.

Se dejan para mañana decisiones imprescindibles para que se liberen los carismas. Seguimos esclavizados en el sostenimiento de obras e inmuebles muertos, que no significan, ni anuncian, ni contribuyen a recrear esperanza en nuestro presente. No sabemos qué hacer con ellos y solo tenemos clara la necesidad de buscar rentabilidad. Vivimos, estoy seguro que sin quererlo, un cierto regusto a “obra de teatro” en la que ni intuimos el desenlace ni, mucho menos, que el final sea de transformación o cambio.

Y como el artículo va de desentrañar “procrastinar” para nosotros, no quiero dejar en el tintero que últimamente soy testigo de mucha más energía invertida en conservación, que en riesgo; en protección, que en salida; en burocracia, que en misión; en polémicas estériles, que en calidad de vida…

Estamos, efectivamente, dejando “algunas cosas para mañana”: comunicación, fe compartida, complicidad y alegría… Pero no son “cosas optativas” que se puedan procrastinar. Hay, por supuesto, una lectura positiva de esta situación y es que algo está buscando el Espíritu, algo está proponiendo y desvelando. Intuyo que está haciendo fuertes a no pocas mujeres y hombres en su convicción diaria de creer en la comunicación; intuyo que está fortaleciendo la fe y el agradecimiento por la debilidad y la providencia. Intuyo que hay, y habrá, quien no se conforme con palabras huecas, y entienda que todo esto va de Vida, compartida, con mayúscula… y agradecimiento.