NÚMERO DE VR, ENERO 2023

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Cadena de favores

No pocas veces me he preguntado si no estaremos haciendo muy complejo el significar la gratuidad de Dios. La esencialidad de la vida consagrada no es otra cosa que encarnar un Dios gratuito y dispuesto siempre para la ayuda y el bien. Nuestra vida, los espacios que habitamos y las obras de evangelización que poseemos… no son sino «palabras» de fácil comprensión para que todos puedan encontrarse con Dios.

Lo cierto es que pertenecemos a una cultura compleja y nuestras vidas son también complejas. Y frecuentemente para significar el bien nos perdemos en los preparativos y en la organización. Las estructuras que deberían servir a la libertad de espíritu son ataduras que no nos acaban de dejar respirar. En tiempos de esencialidad, como los actuales, recibimos una llamada del Espíritu para simplificar, naturalizar y recrear. Sin embargo, esa llamada nos llega en medio de una maraña que nos confunde.

Empezar un nuevo año es siempre una oportunidad para los propósitos y mociones. También es un tiempo propicio para atrevernos a ser libres. Una expresión tan frecuente como inusual. A la vida consagrada le sobran expresiones de libertad y le falta mucha vida que auténticamente se sienta libre en medio de sus comunidades. Hemos creado condicionamientos que no son del Espíritu, pero han arraigado con tanta fuerza que descastarlos es solo tarea para hombres y mujeres valientes que estén dispuestos a pasar por la verdad que siempre da vértigo.

Ya han pasado dos décadas desde que el siempre inspirado Amedeo Cencini publicara aquel libro Como ungüento precioso, que tanto inspiró buenos caminos de comunión en infinidad de consagrados. En él se encuentra la parábola archiconocida El racimo de la alegría… Ya saben, aquel maravilloso racimo de uvas que llega a la puerta del monasterio y va pasando de hermano en hermano gracias a que todos piensan que es el otro quien más lo necesita o merece. El pensamiento de bien sobre los demás provoca la unidad de la comunidad, el reconocimiento de cada uno y, por supuesto, que el racimo vuelva a quien inició intrépidamente esa «cadena de favores». Quizá a nuestro tiempo le sobre artificio y le falte la sencillez de un racimo de uvas para que por nuestras casas circule la gracia del perdón, la misericordia y el encuentro. Quizá, no lo sé, nos estén sobrando palabras y gestos vacíos que evocan ritualidad pasada y nos esté faltando ese desnudarnos para que la humanidad posibilite vínculos humanos donde la gracia se haga evidente, contagiosa y gratuita. Quizá, quién sabe, nuestra dificultad solo sea la tensión por guardar y defender lo indefendible por miedo al paso del tiempo y la incertidumbre de un mañana que nos habla de una consagración más pobre y pequeña; más humilde y sin historia.

Hace unos días, volviendo a casa por una céntrica calle de la ciudad, me llamó la atención la colocación con primor de varios bizcochos, protegidos y dispuestos para que quien los necesitase se los llevase. Estaban distribuidos en diferentes bancos de la calle. Solo un gesto. Una donación gratuita sin nombre ni apellido. Solo el bien por el bien. Solo endulzar la vida agria de tantos desheredados sin sitio ni hogar. Me llevó a preguntarme si lo nuestro no consistirá en una complicidad así de sencilla para el bien. Sin necesidad siquiera de saber a quién le estamos haciendo el bien. Sin la urgencia de que nuestro «carisma» sea reconocido y valorado: Sin la tensión de la popularidad para ser respetados en una sociedad que frecuentemente sentimos adversa. Sin el miedo a que nuestras debilidades sean conocidas, porque de una vez nos sabemos débiles y únicamente fuertes porque alguien, un Dios que es solo amor, se fijó y se fio de nuestra debilidad con amor. Me pregunto si vendrán generaciones que entiendan que consagrarse es regalarse, disfrutar, no competir y entender que la vida solo es gratuidad… y gratitud para compartir en casa.