La resurrección no es fácil de entender o de explicar con meros razonamientos. Como muchas cosas importantes en nuestra vida son un acto de fe y confianza. Podríamos recorrer una larga lista como la amistad, el amor,… y el gran interrogante que supone la muerte.
Pues en una de estas a Jesús se le acercaron unos saduceos, un grupo de familias acomodadas de la élite de Jerusalén. Era un grupo de corte tradicional que negaba la resurrección. La consideraban una creencia propia de gente ingenua. De alguna manera no les preocupaba la vida más allá de la muerte, porque a ellos les iba muy bien en esta vida. No les traía a cuenta pensar en el más allá, y de imaginarse algo lo que creían es que era una prolongación de la buena vida que estaban llevando.
En las épocas de ocupación extranjera en Israel, los saduceos era la élite que colaboraba con el poder y adoptaban sus modas, por lo que eran muy odiados por el resto de los grupos judíos, especialmente los grupos más populares. No se llevaban nada bien con los fariseos, y menos con los zelotes. Esta sumisión al poder les permitía ostentar los cargos públicos más importantes. El sumo sacerdote era miembro normalmente de este grupo, así como la aristocracia y los principales propietarios de las tierras. De hecho, si recordáis Anás y su yerno Caifás eran saduceos. Ellos fueron los responsables políticos del juicio y sentencia de Jesús y de las primeras persecuciones de los cristianos.
En este pasaje de la Biblia, un grupo de aristócratas saduceos se acercan a Jesús tratando de ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos. A Jesús le parecen ridículos los ejemplos y cuestiones que presentan los saduceos y reacciona, cambiando de plano la discusión al verdadero sentido de la resurrección.
Jesús tiene bien claro que la vida resucitada no es una mera prolongación de esta vida. Le presentan un caso absolutamente irreal y ridículo. Le hablan de siete hermanos que se han ido casando sucesivamente con la misma mujer. Lo que había detrás era preservar la herencia y el buen nombre de sus propias familias. Parece que es lo único que les preocupa.
Jesús sabe que lo que sustenta la resurrección es el amor de Dios, la plenitud del ser humano. Jesús nunca se podría imaginar que la vida junto a Dios consistiría en seguir reproduciendo las mismas desigualdades e injusticias.
A veces nos puede pasar a nosotros como a los saduceos cuando nos creemos que podemos manejarlo todo, disfrutando de nuestro bienestar y dando la espalda a los que sufren. ¿Necesitamos algo o a alguien? Nos puede parecer incluso ridículo esperar en algo más.
Cuando se comparte un poco el sufrimiento de las personas más vulnerables o si esto lo hemos vivido en nuestras familias las cosas cambian: ¿Tiene sentido el sufrimiento de tantas personas en este mundo? ¿Qué podemos decir de aquellas vidas que sufren y mueren injustamente? ¿Son estas experiencias las únicas respuestas o dónde encontrar el sentido de la vida? ¿Es ridículo entonces alimentar la esperanza en Dios?
Un sacerdote jesuita francés, famoso compositor y cantante de los años 60, el P. Duval en su experiencia de adicción al alcohol y en la vivencia de recuperación, narraba cómo nosotros que lo habíamos perdido todo y estábamos muertos y en la auténtica miseria y desesperación, hemos vuelto la mirada a Dios y su fuerza nos ha salvado.
“¿Qué sabréis de Dios vosotros, los sanos, si Dios nunca os ha salvado de nada; si estáis bien tal como estáis; si vuestro dinero, vuestra reputación, vuestra excelente salud, y vuestros archi-cómicos títulos honoríficos os dispensan de llamarlo en vuestra ayuda? (Aimé Duval, sj).
Para Jesús, la muerte no puede destruir el amor de Dios hacia nosotros. Jesús lo tiene claro: Dios, “no es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. El amor de Dios que nos concibió en el seno de nuestra madre, nunca se apartará de sus hijos. El amor es más fuerte que la muerte.
Todos hemos tenido experiencia, quien más quien menos de perder a un ser querido. Para muchos esos poderosos intercesores ante Dios, en nuestra vida cotidiana, de los que tanto hemos aprendido. Hacíamos memoria de ellos en esta semana pasada.
Cuando queremos de corazón a una persona, tenemos el convencimiento y la confianza de que ese amor que sentimos por esa persona nunca morirá. La muerte no es la última palabra, porque sabemos que amar también es un acto de fe y de confianza, no es un mero acto biológico. El amor se alimenta en la distancia cuando uno no puede ver a un amigo o a la pareja, o a los hijos,… y ese mismo amor nos acompaña, si lo cuidamos y lo alimentamos desde la presencia de Dios.
Es desde esa experiencia profunda que una persona le puede decir a otra, que el amor que siente hacia ella nunca morirá. Sabemos que eso no está hoy de moda, donde un día decimos que nos amamos y al otro día que nos odiamos, y ya no queremos saber nada el uno del otro. Creo que me entendéis a qué experiencia de amor me refiero. A ese amor que nunca rompe el cordón umbilical con Dios, y a través de esa experiencia de amor, con todas aquellas personas que son parte de nuestra vida para siempre. ¿Lo has vivido alguna vez en tu vida o vives desde ese anhelo?
Porque hoy nos llevamos una cosa con nosotros, el amor nunca morirá.