PARÁBOLA DEL PADRE BUENO

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El próximo domingo estamos invitados a ahondar en una parábola extraordinaria de Jesús. Que sólo nos trae Lucas en su capítulo 15. Una de esas parábolas “rompedoras”, que nos muestran la profundidad espiritual y existencial de Jesús de Nazaret. Aunque en otras religiones o espiritualidades encontremos similitudes con esta parábola, sólo Jesús se ha sumergido en el “yo” humano con todas sus consecuencias. Casi aletean en ella algunas sugerencias psicológicas de Freud, a pesar de las enormes diferencias y del tiempo transcurrido entre la narración evangélica y las intuiciones freudianas. Porque en esta parábola se habla, sobre todo, de Dios, una vez más, de la imagen de Dios que hemos de purificar; pero también se habla del ser humano, del “yo”… y casi, acercándonos con cierto temor al terapeuta austríaco, del “yo, el ello (o id) y el super yo”. Es decir, Lucas 15 nos presenta un texto teológico, y a la vez, psicológico, existencial, profundamente antropológico.

Hemos leído, -o nos han explicado- esta parábola “en clave moralista, ética incluso”, relacionada con el pecado: el hijo mayor es “el bueno”; el menor, el “pródigo”, es “el malo”; y Dios, una especie de padre anciano y bondadoso, cargado de ternura y tristeza ante el desastre familiar. Esa visión “maniquea”, es decir, dualista, de “el bueno y el malo” no se corresponde con el pensamiento teológico, (ni antropológico) de Jesús. Nos han (nos “hemos”) identificado con uno de los dos hermanos o con los dos a la vez, según las circunstancias concretas; pero nunca nos hemos “identificado” con el Padre… ¡sería casi una herejía!. Nos han dicho (“nos hemos dicho”) que tenemos que ser como el bueno, el mayor, el que se quedó en casa trabajando y observando las leyes y normas de siempre, a la vez de “cuidar y atender” al anciano Papá, entristecido por la marcha injusta del hijo menor, el “segundón”, el que no tenía derecho a la herencia tras la muerte del padre.

Sin embargo, no es muy conocido que en la Biblia, en varios textos del Antiguo Testamento, Dios Yahvé opta claramente por el segundo hijo, o por el pequeño, es decir, por el menos afortunado por las leyes judías de la herencia y la valoración social (que aún perduran en la legislación de algunos Estados modernos). Muy de pasada: Caín, el hermano mayor, es el que comete el asesinato de Abel, el hermano segundo, pequeño. Nacía el “cainismo”, el fratricidio.  Sin embargo, Dios perdona a Caín, con un castigo aparentemente injusto y poco proporcionado (Gén.4,11-15), aunque prefiere a Abel, el segundo. Abraham tiene dos hijos: el mayor, Ismael, es hijo de una esclava, hijo bastardo, y el hijo legítimo, Isaac, es el segundo, el hijo de su esposa Sarah. Según las leyes es éste último el heredero de su padre y de las promesas de Dios, pero Abraham siente compasión por el hijo mayor, aunque ilegítimo y desprovisto de derechos, y le concede su favor y su cariño (Gén. 21, 12-13). Isaac tiene dos hijos: el heredero Esaú, trabajador, honesto, “buena persona”, y el hijo menor, el segundón, astuto e inteligente: Jacob. Dios elige a éste, el pequeño, incluso conociendo su fraude y trampa ante el anciano y ciego Isaac: (Gén.25,21-23). Lo mismo ocurre con los doce hijos de Jacob: el elegido de Dios es José, el pequeño, maltratado y vendido como esclavo por sus hermanos  (Gén.37, 3-4). Asimismo elige al menor de los dos hijos de José: Manasés (el mayor) y Efraín (el segundo, el pequeño, el elegido…) (Gén.48,14). Podríamos seguir con la historia de David, el más pequeño de los ocho hijos de Jesé (1 Sam.16,7)o con Salomón, el segundo hijo del rey David (1 Re.2,22). Estos “esquemas de hermanos” manifiestan la predilección de Dios por los más desfavorecidos por la Ley, por la sociedad, por las costumbres…

En la mal llamada parábola del hijo pródigo (habría que llamarla, más bien, parábola del Padre bueno) se nos invita a superar al “hermano mayor” que llevamos dentro los cristianos: el cumplidor de las leyes y las normas, el que nunca ha abandonado la Iglesia ni la fe, el que “apenas comete pecados mortales”, es decir, “al bueno” que aparentemente sigue los deseos y mandatos de Dios (el “super yo”, diría Freud). Pero también hemos de superar al hermano pequeño que también todos llevamos dentro, narcisista, inestable psicológicamente, atraído por una falsa libertad basada en el disfrute, el placer, una infantil búsqueda de la independencia total pretendiendo prescindir del padre (de Dios): el llamado “malo” por la sociedad o por nosotros mismos cuando juzgamos a los otros.  Freud hablaría aquí de dejarnos arrastrar por el ello (o id), la primera «conciencia» que surge en los humanos, cargados de afán de placer, de pasiones inconscientes pero reales, de egoísmo, que alejan al niño del descubrimiento “del verdadero yo”, que para un cristiano es descubrir a Dios dentro de nosotros mismos para alcanzar el «yo auténtico, maduro». Siempre perdurará en nosotros el mayor y el menor, el bueno y el malo, «el  super-yo y el ello»  mientras no descubramos que “el rol” o la figura que hemos de “imitar”  es la imagen del Dios que llevamos dentro, que nos ayuda a centrarnos en un yo menos egocéntrico, menos egoísta o individualista, que todo lo quiere y pretende para sí olvidando al al otro, al hermano. Una sociedad fraternal, de hermanos, todos “buenos y malos” (sólo Dios ES BUENO). ¡Cómo nos cuesta entender que Dios ame a «los malos»! El Padre es nuestro verdadero ser, nuestro «yo» más adulto y «humanizado»: ser hermano, y además, padre de todos. Con todo lo que conlleva de amor la paternidad/maternidad, bien entendidas.