miércoles, 24 abril, 2024

Ten compasión de Dios

Aquel pueblo, “los israelitas”, tenían una historia, y de esa historia aquél iba a ser un día memorable. Quedaban atrás siglos de esclavitud, “el oprobio de Egipto”. Quedaban atrás años de prueba en el desierto, “donde habían tentado a Dios”. Quedaban atrás los días del maná, aquel pan del cielo con que la fe había alimentado la esperanza. Ahora habían llegado a la tierra de las promesas. Habían llegado, y aquel día, después de celebrar la Pascua, comieron del fruto de la tierra: panes ázimos y espigas fritas.

También aquel hijo del que habla el evangelio tenía su historia: había emigrado a un país lejano, había derrochado su fortuna viviendo perdidamente, y había pasado necesidad, tanta que se decidió a “ponerse en camino adonde estaba su padre”.

Y también tiene su historia el Dios de aquel pueblo, el padre de aquel hijo derrochador: se adivina en él el mal de ausencia, la mirada que recorre cada día el camino por donde el hijo se le ha ausentado, imaginas la esperanza de que un día aquel hijo volverá, y no podrás imaginar la conmoción de sus entrañas maternas al verlo aquel día cuando todavía estaba lejos, no podrás imaginar el abrazo que le dio y la nube de besos en que lo envolvió, y tampoco la fiesta con que celebró haberlo recobrado vivo.

Hace mucho tiempo que a la fe le hemos robado la historia: hemos llamado fe a una ideología, a unas creencias; no hemos padecido ninguna esclavitud ni conquistado ninguna libertad; no hemos vagado hambrientos y sedientos por ningún desierto, ni hemos gustado ningún pan que sale de la boca de Dios; tenemos creencias, pero no un Dios que haya tenido que molestarse por nosotros o mosquearse con nosotros.

No añoramos una tierra prometida. No echamos en falta la casa del padre y su abundancia de pan.

Lo nuestro es amar la esclavitud: después de todo, no están nada mal los ajos y cebollas con que nos alimenta el que nos esclaviza. Aún nos queda fortuna que derrochar. ¡El mundo se precipitaría en el caos si dejásemos de derrochar!

Pero mientras la historia de los hijos desaparece, la historia del padre se alarga y se ahonda hasta hacérsele herida en las entrañas: ¡Lo hemos dejado solo!

Dios de Israel, Dios de Jesús, Dios compasivo, Dios conmovido, Dios que baja y se fija en la aflicción de sus hijos… Dios abandonado, Dios olvidado, Dios herido…

Tu mirada, Padre, escruta cada día el horizonte, a la espera de un hijo… mirada de Dios, mendigo de hijos, por si alguno se compadece de tu esperanza, de tu nostalgia, de tu pobreza, de tus ojos… mirada de Dios, mendigo de hijos a los que abrazar, a los que besar, a los que vestir con el mejor traje, con los que cantar y danzar…

Dios te espera a ti para llenar de alegría su casa.

Conviértete a él… Ponte en camino adonde está tu padre.

Y si preguntas cómo se hace ese camino, algo me dice que, si acojo la palabra de Dios, si remedio la necesidad de los pobres, si voy a la escuela de Jesús de Nazaret, el Padre verá perfilarse en el horizonte la silueta de un hijo esperado que está volviendo a casa.

Ponte en camino: Ten compasión de Dios.

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