Noticias de los últimos días hablan de jóvenes deportistas con un futuro prometedor, plusmarquistas mundiales que han sido sometidos a ritmos de trabajo casi inhumanos. Personas concebidas para conseguir una serie de títulos, de marcas, de tiempos que les llevan a vivir con una presión y precisión casi robótica. Horas interminables de ejercicio, dietas estrictas y severas, planes de vida focalizados por un proyecto: conseguir un ideal, un tiempo, una marca… Personas de carne y hueso supeditadas a unos esfuerzos de acero. A la luz ha saltado que algunos de ellos ya no han podido más, que han “explotado” y cuando el ser humano no puede más saltan las alarmas físicas de un físico que se ve desbordado por la realidad que tiene, que se revela ante la tiranía del “deber”.
Los ideales del deporte son sanos, son buenos y además son testimonio para otros jóvenes. Esfuerzo, sacrificio, responsabilidad, lucha por un ideal –loable en este caso-, nos muestran que hay jóvenes que buscan otra cosa, que viven algo distinto, que les lleva a empeñar juventud y vida.
No sé por qué pero mientras leía estas noticias se me hacía presente nuestra vida religiosa, los peligros que la atenazan… primacía del hacer sobre el ser, prioridad de las obras sobre las personas, instituciones que mantener que llevan a horarios explosivos, ritmos inhumanos, dietas estrictas de trabajo, vivir sin “perder” un minuto de tiempo, forzar el cuerpo y el espíritu por conseguir una marca, un tiempo, unos números que no son, que no existen, que no volverán… y me pregunta algunas cosas.