Tribalismo religioso

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Hace ya algunas semanas tuve la ocurrencia de escribir aquí mismo, una cierta comparación entre populismo y tribalismo. Algo sin base científica alguna, una especie de extraña intuición que de pronto me surgió mientras reflexionaba sobre el emergente populismo político que se viene dando en lugares tan distantes y distintos de nuestro mundo.

Pensaba algo así como que el populismo no es de izquierdas ni de derechas, sino más bien «de arriba y de abajo»; que era más «un espíritu» o una constelación de ideas, sentimientos y experiencias (muy biográficas todas) que se aunaban en una suerte de complicado entramado más cultural y antropológico que estrictamente político; más totalizante que sectorial. Una especie de universo simbólico, o de núcleo ético-mítico, que decía Ricoeur. Los alemanes creo que lo llaman welstanchaung (o algo así). De aquí lo escurridizo del concepto, lo ambiguo del término, la dificultad en una definición «clara y distinta». Y añadía algo más, de mi cosecha propia: me parece muy cercano al «tribalismo», es decir, todas las coordenadas culturales, socio-políticas, éticas, religiosas, folklóricas incluso, que daban lugar a las prístinas tribus de seres humanos, en los bordes de los comienzos de la Historia documentada. Aquellas tribus primigenias eran compactas, inescrutables, impermeables, homogéneas, sectarias por tanto, exclusivas y exclusivistas, pequeños cotos cerrados con prohibición de paso, siempre a la defensiva de los pocos y en ocasiones discutibles «valores» distintivos que les daban una identidad precaria que había que defender y conservar contra cualquier presunto invasor del tipo que fuera. Las murallas posteriores, en la Edad antigua, en el Medioevo y hasta bien entrada la Modernidad, son un signo externo y físico de esa «reserva interior» de tradiciones propia de las tribus, de las primeras nacionalidades, de las encomiendas, de las «marcas» que configuraban un territorio en torno al castillo del mandamás, de las áreas de reserva territoriales… tribus compactas, «ciudad-estado», «reducciones» jesuíticas en el Amazonas, poblaciones amuralladas, peaje de entrada, fronteras y aduanas, parcelaciones y parcializaciones… Físicas, materiales, y, por supuesto, humanas, mentales, antropológicas, identitarias.

Siempre la conservación a ultranza de la tribu genética, familiar, geográfica, social, religiosa; el encanto y el desafío del fragmento propio. Por eso, pienso (y el salto intelectual puede ser muy grande y atrevido) que también existe un «tribalismo religioso» muy marcado y actual, en el complejo mundo de las ideas (o de las no-ideas) de las comunidades humanas en la actualidad. La historia estaría llena de ejemplos de este afán por defender fronteras religiosas e ideológicas; en el fondo, eso fueron las «guerras de religión», las invasiones musulmanas para ampliar su radio de antiguas y diseminadas tribus árabes; eso fueron las imposiciones religiosas sin tregua ni respeto a las culturas conquistadas e «inrreligionadas» con la religión vencedora e invasora, eso fue la Inquisición, los pretendidos y fallidos intentos de recuperar los Santos Lugares, distintas «evangelizaciones» impuestas desde el «cuius regio eius religio», los intentos de colonización religiosa con un pretendido vaciamiento y aniquilación de «viejas» religiones de los marxismos más agresivos y totalitarios; la evangelización sin una auténtica inculturación del Evangelio de las tribus y hordas (más flexibles y laxas) de los bárbaros (extranjeros) «cristianizados», y de los repetidos y justificados «cambios de propietario» de templos y lugares de culto  por los victoriosos que domeñaban a los vencidos haciendo «tabula rasa» de «lo otro», lo que no pertenece a «mi tribu». Pero también hay cierto tribalismo en la defensa a ultranza de mi Comunidad religiosa, de mi Parroquia, de mi Diócesis, donde es difícil penetrar, y donde no siempre es fácil marcharse, donde hay oscurantismo y/o secretismo: «la ropa sucia se lava en casa», pudor  por lo mío, desprecio o indiferencia ante otras experiencias y apuestas. Todos llevamos nuestra tribu a cuestas: y ahí no penetra nadie.

¿Podríamos explicar desde esta hipótesis poco científica y tan traída por los pelos el constante afán restauracionista de la Iglesia católica que vivimos en estos años? ¿Se explica así la pretendida y puesta en práctica involución post-conciliar, nostálgica de las «esencias teológicas perdidas» tras el Vaticano II? ¿Y no es algo así lo que intentan desesperadamente los detractores de Francisco: una vuelta a la tribu de siempre, a la tribu de la cristiandad, del fijismo, de la liturgia «ad orientem», del dogma seguro y concluido, cerrado, completado? ¿No existe un viejo afán, tan humano, tan humano… de huir de posibles novedades, riesgos graves, cambios, gente nueva, ideas distintas, reformadoras o revolucionarias, que puedan distraernos, es decir, perturbarnos y desestabilizarnos ante un viejo edificio-fortaleza (la Iglesia) que no puede permitirse el lujo de agrietarse, de conmoverse, de abrir demasiado las puertas y las ventanas, de estar «en salida» y arriesgarnos a que entren (o que salgan) aires demasiado peligrosos, fronterizos, convulsionantes, de otras tribus exteriores, de otras opciones, de otras tribus, en definitiva? ¿No entra aquí el espíritu timorato ante el Ecumenismo desde hace muchas décadas? ¿Y el diálogo inter-religioso? ¿Y los «peligros» de la «Amoris laetitia», y de la «Laudato sì», e incluso de la «Evangelii gaudium»? ¿Y la pérdida de la sacralidad del Sumo Pontífice? (un Papa orinando en un urinario público en medio de una plaza concurrida de fieles y devotos feligreses). Demasiadas «salidas» del útero placentero y uniforme conseguido durante siglos, demasiados riesgos, demasiados miedos, demasiadas inseguridades. Por eso el peligro de convertirnos en gueto, en secta, en inclusivismo puro y duro, en caer en el «todo vale»; de ahí el pavor  a dar marcha atrás, a la debilidad que supone pedir perdón por errores históricos, a cambiar de rumbo hacia un horizonte desconocido, en definitiva, a poner en solfa una fe excesivamente kenótica, una Iglesia tan nazarena que deje de ser davídica. ¡El depositum fidei! que aprendimos e introyectamos de niños y que «fundamenta» todo nuestro andamiaje religioso y antropológico!

Aquí, en nuestra Iglesia, también puede inocularse el virus del populismo, del tribalismo, de la Iglesia uniforme e inmutable, temerosa de contagiarse con el mundo si sale de sus murallas y fronteras. Y hay algunos, ¿o muchos? en nuestra «tribu» que quizás teman la intemperie de la fe, o perder privilegios ganados con mucha astucia y escaladas y cordadas equilibristas. Por eso Rahner hablaba hace ya tiempo del riesgo de «gueto» en la Iglesia. Y de lo de la Iglesia «mística», es decir, dispuesta a salir de la tribu compleja que hemos ido construyendo a lo largo de los siglos.

Francisco, y muchos con él, queremos  salir de las fronteras, murallas, límites y conservas «con fecha de caducidad» de la Iglesia, y esto, sin abdicar ni un ápice en «la alegría y la fidelidad al Evangelio» de Jesucristo, el único realmente «inabarcable» (Rahner) e irrenunciable.

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