¿Impaciencia?

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A veces uno se pregunta si es muy impaciente. Si los ritmos de Dios y los ritmos de la Iglesia son tan dispares en relación a los nuestros. Seguramente será eso. Pero, en ocasiones, nos parece que se nos acaba la vida y todo sigue más o menos igual que siempre. Tal vez sea cierto también aquello de que un Concilio tarda más de 100 años en irse haciendo realidad, que «las cosas de palacio (Iglesia) van despacio». ¡Claro que el Vaticano II ha transformado en buena medida el rostro de la Iglesia y, lo más importante, la imagen de Dios. ¡Y muchas cosas más! Esta Iglesia no se parece demasiado a la de nuestra ya lejana juventud de finales de los 50 o mediados de los 60. Los jóvenes de hoy no se hacen ni idea de «cómo» era aquella Iglesia de las primeras cinco o seis décadas del siglo XX. ¡Y de mucho antes, claro!

Lo mismo puede ocurrirnos con el papado de Francisco. Apenas unos años como obispo de Roma y «pastor universal» no nos pueden aportar cambios o reformas excesivamente llamativas, «copernicanas». Sería injusto pedirle y pedirnos transformaciones drásticas, cambios radicales, renovaciones palpables a todos los efectos. Y seguramente no sería bueno, a mor de ser no sólo improbables, sino imposibles. Pero no somos pocos quienes nos lamentamos desde esta barca de Pedro en la que cada día navegamos, si somos lo suficientemente diligentes, raudos, prestos, ágiles… a la hora de emprender de una vez por todas esa reforma, o reformas, que entendemos requiere nuestra Iglesia. Y no sólo a niveles estructurales o «jerárquicos», sino en parcelas más humildes y limitadas. Y entonces se va sedimentando una especie de malestar interior que no es sano; una espera que puede anquilosarse, volverse rancia, enquistarse. ¿Para cuándo renovaciones más atrevidas, cambios significativos aunque sean pequeños y modestos? ¿Realmente nuestra Iglesia, la española, camina al mismo paso que va marcando, respetuosamente, el papa Francisco? ¿O seguimos como siempre, con operaciones de maquillaje, con tanteos pastorales sin fundamento suficiente; con aparentes descubrimientos de nuevos caminos que son los de antaño pero con otras envolturas aparentemente más llamativas? ¿Son los famosos cambios «gatopardianos» que lo dejan todo como estaba? ¿Por qué tanto miedo, tanto horror a la intemperie, al fracaso, al «ensayo y error», a volar al aire del Espíritu? ¿por qué tanto afán en conservar, en guarecerse, en asegurarse y reasegurarlo todo? ¿Será, en el fondo y en la forma, una solapada ausencia de fe y de esperanza; un inmovilismo tranquilizador, un sedentarismo cómodo, un instalacionismo neutral e inocuo?

La verdad… ¡uno a veces se impacienta!

1 COMENTARIO

  1. Nada te turbe, nada te espante todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta.
    Mientras tanto los mortales seguimos anclados en nuestros sofás cómodamente sentados, escuchando las noticias de la corrupción, de los miles de refugiados, de los accidentes o asesinatos de cada día, de las guerras, de Trump, de los curas pederastas, muchas veces impasibles ante todo, pensando que este mundo es injusto, que todavía hay mucha gente en paro, que el cáncer o la enfermedad nos preocupa un poco más, que el camino está mal orientado, que la Iglesia debe cambiar pero ¿a cuántos le importa el cambio de la Iglesia? La Iglesia, el cristianismo, en nuestra sociedad occidental importa ya muy poco, o al menos aparente, porque en el fondo subyacen inquietudes que quieren despertar, corazones con ansia de Dios, pero de un Dios bueno, misericordioso, que nos quiere pese a todo, y nos quiere HONRADOS, SOLIDARIOS, ALEGRES, GENEROSOS y también PACIENTES. Porque el hombre, el ser humano es lo que importa y Dios a su lado como siempre, en el silencio de la noche, esperando nuestra respuesta que titubea en el viento. Amemos, pacientemente, esperemos con fe, creamos con amor.

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