De lodos y de polvos

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Las dos últimas entrevistas concedidas por el papa Francisco, a Spadaro y a Scalfari, están dando mucho que hablar. Como todo «lo de Francisco». Las reacciones son muy variopintas, como era de esperar. Para algunos es el nuevo y gran reformador de la Iglesia del siglo XXI, el «nuevo Juan XXIII». Otros, de tendencias conservadoras, se muestran desconcertados, asustados, algunos irritados, y la gran mayoría aceptando «algo» o «alguien» con quien no pueden estar totalmente de acuerdo aunque acepten su «autoridad papal».

Para algunos de éstos, Francisco está armando «tremendo lío», revolviendo temas cuestionables e incluso aprobando -más bien de soslayo- planteamientos rechazados por sus antecesores. Ciertamente no es para menos que los gestos y las palabras del obispo de Roma causen extrañeza y desazón en muchos. Alguno de ellos decía algo así: «este Papa está armando un gran lodazal en la Iglesia». Cito de memoria. Y tal vez la imagen del lodazal sea acertada. Bergoglio desparrama por doquier un rocío espontáneo, una llovizna en ocasiones fina y sutil, e incluso, a veces, verdaderos aguaceros muy cercanos a la gota fría. Y todo eso ocasiona, al menos, lodazales y fangueros donde antes sólo había sequedad y tierra yerma, o agua cenagosa estancada. Francisco derrama agua…, agua bendita para algunos, y agua innecesaria e impetuosa para otros. Agua como la de las fuentes vivas del Evangelio, allí donde el ciervo va a beber, que nos recuerda el salmo. Pero esas aguas que manan limpias y sanadoras del manantial franciscano se encuentran con mucho polvo acumulado durante siglos. Polvos que se han ido endureciendo con  el paso de años y siglos; polvos acumulados en estratos, acallados por inercias, dogmatismos, rigorismos y silencios impuestos. Polvos de los que todos somos responsables; y que reposaban a la espera de ser removidos, arrancados, eliminados. En nuestra Iglesia había un viejo malestar polvoriento sedimentado durante décadas; un malestar que ahora está siendo removido, no digo eliminado, simplemente «activado». Es inútil negarlo. Y el papa lo sabe, y lo dice, y sigue derramando agua pura sobre las costras atávicas que como cicatrices mal curadas ocasionaban un crónico dolor. Estas aguas remueven aquellos polvos incrustados en siglos de historia eclesial. Y provocan los lodos inevitables que tanto molestan y preocupan a los temerosos del aparente caos y de la pérdida de la»estabilidad» institucional. Pero Francisco no es el autor de estos fangos, ni de los polvos que los producen: Francisco es quien derrama el rocío mañanero, o el torrente imparable, «los ríos de agua viva» (cfr. Is.55,1-3) necesarios para arrastrar tanta suciedad consolidada y, sobre todo, aceptada por no pocos. Estos lodos -que provoca Francisco- provienen de viejos polvos que es preciso diagnosticar, analizar, conocer, exorcizar. Porque nuestra Iglesia está urgida a analizar causas y razones antes de escandalizarse de hechos que tienen origen y razón de ser. Es época de diagnósticos y no de lamentaciones, acusaciones veladas,  miedos paranoides o sumisiones «con la boquita pequeña». Hay que sentarse a dialogar, a repasar objetivamente la historia, a re-escribir el peregrinaje de una Iglesia que se apartó demasiado de la única fuente, aquella de donde mana «un agua que se convertirá dentro en un manantial que salta dando una vida sin término» (Jn.4,14).

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