Presencia en la ausencia

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Comienza el Año litúrgico, un año de gracia del Señor.

Nuestra  celebración eucarística se abre con palabras de súplica, que nacen de conciencia humilde y corazón confiado: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío”.

Decimos al Señor, a ti levanto mi alma, como quien desde la tierra, desde lo hondo, desde la noche, desde la ausencia, busca las huellas del Amado.

Decimos al Señor, a ti levanto mi alma, pues en la noche de su ausencia nos sentimos pequeños como niños, necesitados como niños, confiados como niños.

Le decimos, a ti, Señor, levanto mi alma, pues lo reconocemos grande, el único grande, generoso, el más generoso, cariñoso, el más acogedor.

Le decimos, a ti levanto mi alma, y a él volvemos los ojos desde nuestra soledad, y en la mirada levantada, el alma y el corazón salen clamando, con la certeza de que el Señor se abajará hasta nuestra pequeñez, y nos levantará hasta su pecho, hasta su rostro, hasta sus mismos ojos.

Éste es nuestro Adviento, tiempo de humildad confiada, de confianza humilde, de deseo ardiente, de mirada al cielo, de esperanza cierta.

Éste es el tiempo en que tu Dios se te hace presente en el misterio de su ausencia:

Apagada la antorcha del ocaso,

de amor se enciende el alma de la Esposa,

para ver de su Amado, en cada cosa,

la huella misteriosa de su paso.

 

Noche, que del Amor traes memoria,

noticia de su ausencia a nuestro anhelo,

serías, si le hallásemos, ya el cielo,

y tu sombra sería ya la gloria.

 

Cuando llegue la dicha del encuentro,

comunión del Amado con su Amada,

la Iglesia brillará inmaculada,

pues Dios será su lámpara y su centro.

 

Feliz domingo.

El Adviento es Navidad en esperanza: Feliz espera del Señor.

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