El cristianismo se nutrió de lo pequeño para hacerse grande. Los primeros cristianos fueron pequeñas comunidades de pobres que impactaron por su manera de vivir y ser y por ello muchos y muchas se fueron uniendo a su aventura apasionada. Los fundadores y fundadoras iniciaron en la sencillez y el sacrificio su búsqueda de implantar en el corazón de la Iglesia santa una novedad que hiciera más nítido su rostro evangélico y evangelizador. Por eso muchos otros se unieron y lograron la grandeza de lo que han sido nuestras órdenes, congregaciones o institutos. Entonces, ¿por qué no valorar una vez más la pequeñez, la fragilidad y no olvidar que la grandeza estará en vivirla desde un claro y nítido testimonio evangélico?
La bondad de Dios apareció en la humildad de la familia de María y José. Y desde allí fue creciendo progresivamente la grandeza de la vida, la predicación, la actitud ante la conflictividad y el conflicto mayor que fue su juicio y su asesinato en la cruz, Jesús de Nazaret, el Cristo, el Señor.
Cuando llega Navidad es ocasión de recuperar en nuestra vida como religiosos y religiosas el valor de lo pequeño, de la simplicidad y del despojo, para descubrir allí la posibilidad de engrandecer una vida que no vive del poder, las posesiones, el prestigio y la riqueza sino de la pasión sin igual de ser presencia de entrega al servicio a los pobres y excluidos de todos los mundos del poder.