¿Y si fuese sólo una cuestión de amor?

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¡Espantaos, cielos, de ello, horrorizaos y pasmaos!, –oráculo del Señor-, porque dos maldades ha cometido mi pueblo: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen el agua”.

Ésa parece ser la historia de nuestra relación con Dios, evidencia de dos maldades: la más asombrosa, abandonar al Señor; y la que nos cuelga además el sambenito de necios donde los haya, habernos apuntado a la desdicha.

Recuerdo una viñeta de J. L. Cortés: sentado, pensativo, fija la mirada en aquel balón enaltecido sobre columna de gloria, el Padre eterno se pregunta: “¿Qué tendrá él que no tenga yo?”

No creo, sin embargo, que sea Dios el que se hace la pregunta. Lo que ha hecho el artista pintor es poner en la mente de Dios la pregunta que tendríamos que hacernos nosotros.

Dios conoce la respuesta: ni el aljibe agrietado ni el balón futbolero tienen misterio, mientras que él, Dios, el Dios de Israel, el incansable creador de jardines para los que ama, permanece misterio insondable, Dios escondido, no manejable, no disponible.

Las cosas se ven. Pero Dios permanece obstinadamente ausente de nuestra mirada: “A Dios nadie lo ha visto jamás”.

El de la fe es un camino que desemboca en la oscuridad de la noche: en la ausencia de Dios y en la confianza que todo lo entrega en manos del Misterio.

Considera el camino del hombre Cristo Jesús.

Frente a la muerte, la fe se vuelve clamor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

La fe se vuelve clamor y grito, grito y entrega de todo en las manos del Padre: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”.

Esa fe que deja al hombre Cristo Jesús en las entrañas del Misterio del Padre, es la que dejará abierta para todos la fuente del Espíritu: “Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está cumplido». E inclinando la cabeza entregó el espíritu”.

Y ésa, la del que “todo cuanto puede ver y tocar” lo entrega a la “oscuridad” del Misterio, ésa es la situación extrema de los mártires de la fe.

Y es en ese ámbito de la “entrega al Misterio” –del testimonio de cada día- donde se desarrolla la vida de los creyentes.

Francisco de Asís lo expresó así: “Mi Dios, mi todo”.

Teresa de Ávila lo dijo a su manera: “Quien a Dios tiene, nada le falta: solo Dios basta”.

De ahí que lo propio de las «piedras vivas» sea la búsqueda de Dios, la pasión por el misterio, una insaciable pasión de amor:

En mi cama, por noche, buscaba  al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré.

Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: _ ¿Visteis al amor de mi alma?

Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma: lo agarré y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas.

Si la pasión de amor cede su lugar al interés, al beneficio, se profana el paraíso, se destruye la armonía de la comunión, se cometen dos maldades, las «piedras vivas» se vuelven generación malvada y pervertida.

 

 

 

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