Hoy, la Iglesia que peregrina en la tierra, vuelve los ojos a la Iglesia del cielo, a la ciudad de los santos, para celebrar la gloria de sus hermanos, contemplar lo que espera alcanzar, y unir a la alabanza de Dios que resuena en las moradas eternas el canto de alabanza que resuena festivo en la asamblea eucarística.
La fiesta de Todos los Santos remite al cielo: a la dicha que es Dios, al consuelo que viene de él, a la tierra nueva que él ha preparado para sus hijos.
Remite al cielo, pero no nos aparta de esta tierra nuestra, del tiempo que nos ha tocado vivir, pues aquella dicha, aquella consolación, aquella tierra, aquella herencia, aquel reino, son para los pobres: para los que ahora lloran, para los que aquí son sufridos, para los que en esta tierra tienen hambre, los que han hecho de la misericordia su forma de vida, los que tienen corazón de niño y se han puesto a la tarea de construir la paz.
En la Eucaristía, en la palabra de Dios que escuchamos, en el Cuerpo de Cristo que recibimos, se unen el cielo que esperamos y la tierra en la que caminamos. Hoy, en el misterio de nuestra celebración, el reino de los cielos y los pobres se abrazan, el consuelo divino y las lágrimas humanas se besan. Hoy, en la comunidad eclesial, los hambrientos se sientan gozosos a la mesa que Dios ha preparado para ellos.
El cielo es de los pobres. La Eucaristía también. La Iglesia también.
Feliz domingo.