Ahora que buena parte de la vida consagrada occidental anda “reprogramándose”, me parece muy oportuno que diferenciemos la vida, de aquello con lo que la llenamos. Vamos, lo que en nuestra adolescencia se decía respecto al contenido y al continente.
Tiene uno la sensación de una sobreabundancia de contenidos y un vacío notable de continentes. Cadenas de propuestas y mensajes sin saber muy bien quién o quienes los podrán vivir.
Se trata, muy probablemente, de nuestro sino y nuestra necesidad: demostrarnos que estamos vivos y, por ello, convocamos, relatamos, organizamos… como si nada pasase y, por supuesto, como si el tiempo no fuese lo que es, la sucesión imparable hacia el porvenir. No me negarán que algunos programas, programaciones, propuestas y cursos tienen rostro de tiempo parado y pasado. Independientemente de lo que el mundo viva, nosotros proponemos lo de siempre y como siempre. Como la canción de la niñez: “al frío y al calor, el circo daba siempre su función…”. Y lo cierto es que conociendo el “paño”, o la vida por dentro de los consagrados y consagradas, no parece que las programaciones respondan a necesidades reales, sino a pasajes acabados.
Hay que empezar con nuevas perspectivas, con ganas, y con un empeño real y efectivo para reconstruir los lugares que devuelven vida. Hay que empezar con valentía para derrumbar aquellos otros que nos la roban. Nos la van robando, muy poco a poco, pero sin parar y sin ánimo de devolución. Me apena terriblemente ver a quienes vuelven, tras el verano, con la fatiga integrada, la pena situada y las costumbres decididas a que nada les afecte. Me apena comprobar cómo, en algunas personas, se ha situado el pensamiento negativo como principio de consagración. Creo que de esas situaciones de deterioro no se sale con monsergas genéricas, ni con himnos gritados, ni multiplicando reuniones. Creo que hemos de empezar una pedagogía comunitaria que nos enseñe a todos que vivir es mucho más que hacer cosas y rellenar papeles con programaciones sin vida.
Aprender lo que es vivir y vivir juntos es urgente. Mucho más de lo que alcanzamos a imaginar. Pero tenemos un grave problema. Queremos sanar una carencia con literatura impostada o una secuencia de preces que nos recuerde lo maravillosa que es la comunión. Lo que necesitamos es otra cosa. Es tocar el propio corazón para comprobar si sigue latiendo, si somos un “nosotros” real y no un accidente circunstancial. Conviene, además, que a principio de curso nos pongamos serios y no nos conformemos con cualquier placebo. La comunión real es compartir todo; no rechazar a nadie; decir la verdad; esperar de verdad y dar gracias, de verdad, por quienes comparten contigo horizonte, esperanza y misión. Placebo es todo aquello que te tranquiliza porque tienes qué hacer, quién te reconozca y espera, tienes la vida ocupada y conoces el sabor del éxito.
La noticia de este verano, además que constatar que nuestra humanidad está necesitada de paz, es que el Papa León ha decidido vivir en comunidad. En realidad, siempre ha vivido. La pedagogía de la vida comunitaria es valiosísima, cuando se la deja, para objetivar y liderar adecuadamente este tiempo. Estoy seguro de que nuestro Papa la dejará, porque el clima comunitario impulsa un estilo de vida que es sincero, honesto y atento a la persona, dirigido a la identidad y al cambio de corazón… no reduce la vida compartida a “hacer cosas” que suele degenerar en la autocomplacencia de pensar que nada puede cambiar.