En todo esto está la prueba de que una institución, sea cual sea, como escribe C. Quillebaud, está siempre tentada a obedecer a un síndrome de rigidez, y de permanecer en su ser reformado. Dicho de otra manera, significa que la institución, entendida jurídicamente, se presenta como un sistema “cerrado”, con una función similar a la del notario, cuya atención está en la norma, como guardián de un sistema organizado –ideológico– que en la diversidad ve solo un signo del empeoramiento. La función notarial no sabe acoger lo inédito, firma el acuerdo formal sin preguntarse sobre su vitalidad. De aquí también el déficit de profecía de la vida religiosa, al menos por haberla hecho consistir en una “santa observancia”, en lugar de saber acoger el elemento inaugural de nuevas posibilidades. Diferente es ser custodios del Evangelio que se proyecta abriéndose a conciencias nuevas, al devenir. Y, por esto, las normas para despertar interés deberán expresar la sensibilidad de los jardineros más que la de los notarios.
La conciencia de esto condujo a la elección de campo del papa Roncalli, que hizo posible aquello que Häring consideraba «un milagro más asombroso que la resurrección de un muerto» y es que ninguno de los setenta textos elaborados por la comisión preparatoria, de la cual el jefe era el cardenal Ottaviani (salvo del de De sacra liturgia) debía constituir la base de los textos conciliares. Fue así que, en el Concilio Vaticano II, se abre la puerta al pensamiento de aquellos, obispos y peritos, capaces de dar atención a las conciencias, prohibiéndose aquel doctrinarismo que considera la ley más importante que el hombre concreto.
1 J. W. O’ Malley, Che cosa è successo al Vaticano II, Vita e Pensiero, Milano 2010,110.