VISIÓN JURÍDICA

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(Rino Cozza). La insuficiencia de la vida religiosa en este cambio de época se puede encontrar, sobre todo, en el aspecto jurídico. Venimos de un tiempo en el que bastaba la pertenencia a un “venerado” sistema jerárquico-institucional para satisfacer la necesidad identitaria de la persona, con el cual todavía ahora la Iglesia se encuentra mejor al pensarse construida sobre códigos inmutables, lo que lleva a que no se la reconozca como transparencia de existencia cristiana rica en nueva humanidad, sino como existencia de aquellos que viven porque han tomado hábitos codificados de pensamiento y de vida. Por otra parte, no se nos podía eximir de lo que Pío XII, en la encíclica Mistici Corporis (1943), había dicho: que las prescripciones del derecho manifiestan con certeza la voluntad de Cristo, a quien estamos subordinados como el más alto Señor. No es de extrañar que estas absolutizaciones sean comparables a las palabras del cardenal Gasparri: «Lo que no está en el códice, no está en la realidad». De esto estaba convencido el jurista cardenal Ottaviani, jefe del Santo Oficio, el cual, para su escudo cardenalicio, eligió el lema: Semper idem (siempre lo mismo), mediante el cual intentaba expresar la idea del modo en que él veía (y con él muchas figuras institucionales) la vida cristiana, la tradición y el futuro de la Iglesia1.

En todo esto está la prueba de que una institución, sea cual sea, como escribe C. Quillebaud, está siempre tentada a obedecer a un síndrome de rigidez, y de permanecer en su ser reformado. Dicho de otra manera, significa que la institución, entendida jurídicamente, se presenta como un sistema “cerrado”, con una función similar a la del notario, cuya atención está en la norma, como guardián de un sistema organizado –ideológico– que en la diversidad ve solo un signo del empeoramiento. La función notarial no sabe acoger lo inédito, firma el acuerdo formal sin preguntarse sobre su vitalidad. De aquí también el déficit de profecía de la vida religiosa, al menos por haberla hecho consistir en una “santa observancia”, en lugar de saber acoger el elemento inaugural de nuevas posibilidades. Diferente es ser custodios del Evangelio que se proyecta abriéndose a conciencias nuevas, al devenir. Y, por esto, las normas para despertar interés deberán expresar la sensibilidad de los jardineros más que la de los notarios.

La conciencia de esto condujo a la elección de campo del papa Roncalli, que hizo posible aquello que Häring consideraba «un milagro más asombroso que la resurrección de un muerto» y es que ninguno de los setenta textos elaborados por la comisión preparatoria, de la cual el jefe era el cardenal Ottaviani (salvo del de De sacra liturgia) debía constituir la base de los textos conciliares. Fue así que, en el Concilio Vaticano II, se abre la puerta al pensamiento de aquellos, obispos y peritos, capaces de dar atención a las conciencias, prohibiéndose aquel doctrinarismo que considera la ley más importante que el hombre concreto.

 

 

 

 

1 J. W. O’ Malley, Che cosa è successo al Vaticano II, Vita e Pensiero, Milano 2010,110.