A él se le ha de encontrar en nuestra vida mientras nosotros la perdemos, hasta que se haga verdad en nosotros lo que el Apóstol dejó dicho de sí mismo: “Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.
Ese proceso de transformación, de “pérdida de nosotros mismos”, para que lleguemos a ser en Cristo Jesús, para que lleguemos a ser de Cristo Jesús, es fruto de la acción del Espíritu Santo en nosotros.
Sin el Espíritu de Dios no hay confesión de fe ni comunión de vida: “Nadie que hable por el Espíritu de Dios dice: «¡Anatema sea Jesús!»; y nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!», si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). Todos nosotros… hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Cor 12, 13).
La oración litúrgica no deja de recordarnos que en la Eucaristía es el Padre quien, con la efusión de su Espíritu, santifica los dones presentados, para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor: Sin el Espíritu Santo, no hay Eucaristía.
Y esa misma oración litúrgica establece una relación semejante entre el Espíritu Santo y el Cuerpo eclesial del Señor: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo”. “Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”: No hay Iglesia sin la acción del Espíritu Santo.
Hoy, queridos, a las palabras de la fe han de subir esos miles de personas que desde Marruecos han entrado en las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla.
Lo que ha revolucionado los informativos, no son los emigrantes sino el pulso evidente entre dos Estados soberanos.
Sin ese pulso, sin la colaboración de ese espíritu perverso que es el espíritu del poder, a los emigrantes nadie los vería. ¡Nadie los vería!, pero estarían allí, en algún lugar, exactamente los mismos, hombres, mujeres y niños con su mundo de problemas, de sufrimientos, de esperanzas, de frustraciones, de privaciones; estarían allí, tan reales como su propia carne. ¡Estarían allí!, sólo que lejos de nuestras miradas.
Sólo pido que nos fijemos en ellos, y que jamás se aparten ya de nuestra mirada, de nuestra mente, de nuestra conciencia.
Y al Padre del cielo pido que nos dé su Espíritu Santo, el que hace de carne a la Palabra, el que hace de Cristo a la Iglesia, el que hace la Eucaristía de la Iglesia, para que nos deje ver a Cristo en los “mojados” de Ceuta, en los utilizados, en los traídos y llevados por los intereses del poder, como si de propiedades suyas se tratase. Sin el Espíritu Santo jamás veremos en los pobres a hijos de Dios.
“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor”.