«Veo los ojos de Cristo en los enfermos»

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La vida religiosa en el corazón del perdón

Carlos González García

Periodista y escritor

Perdonar y sentirnos perdonados nos cambia la vida. La misericordia abre la puerta a un horizonte de quietud que no está deslucido por las ruinas del pasado, porque Dios todo lo hace nuevo. Un religioso camilo, un fraile dominico y una hermana hospitalaria nos presentan el camino del perdón, nacido en la intimidad del encuentro, como fuente inagotable de esperanza.

El perdón es la posada irrenunciable donde caben todas las lágrimas del mundo. Y también las ofensas que, por vergüenza, quedan varadas en la maleta de las culpas. No solo siete, sino setenta veces siete, le dice Jesús a Pedro cuando el pescador de Galilea le pregunta por las veces que tiene que perdonar las ofensas de su hermano.

Jesús de Nazaret ama y perdona hasta el límite, hasta el punto de que el amor decide ponerse su propio nombre. Desde su infancia en Belén, pasando por su vida apostólica, hasta su crucifixión en el monte Calvario, toda su humanidad torna la fragilidad del ser humano en fortaleza.

 

«La misericordia de Dios no tiene límite»

“Al final de la vida, pedir perdón y perdonar es una de las necesidades más universalmente sentidas”, confiesa José Carlos Bermejo, mientras se deja alcanzar por esos recuerdos sensibles que abrazan para siempre al corazón. El religioso camilo, director del Centro de Humanización de la Salud y Centro Asistencial San Camilo de Tres Cantos (Madrid), está acostumbrado a revestir la coraza de la fe y la caridad con el yelmo de la compasión.

Camina con calma, para no herir siquiera la paz que allí reside. Porque, adentro, moran demasiadas heridas necesitadas de una palabra de perdón, de cuidado, de caridad… “A las personas les habita un deseo de paz, que procede del ejercicio –incluso involuntario– de revisar el pasado y darse cuenta de la propia responsabilidad y límite”, revela. Entonces, la persona reconoce que se equivocó, que hizo daño, que pudo herir en sus relaciones y, especialmente ante la familia, desea hacer un último ejercicio de humildad: “Esto hace bien al corazón, da paz, produce serenidad, abre al diálogo sincero, humilde, bondadoso, y genera relaciones entrañables, cordiales y tiernas entre las personas”.

Decir adiós no es fácil del todo si el corazón guarda algún peso de más, si la mochila del alma no abandona la culpa que, a veces, le hiere. Los servicios del Centro, además de cuidar, diagnosticar y tratar a las personas, buscan prevenir la enfermedad y la dependencia, evitando el dolor y aliviando el sufrimiento. Con Dios en medio, sin descuidar al Cristo de la Cruz… “Tengo mi confianza puesta en que la misericordia de Dios no tiene límite –descubre Bermejo–, y para todo el que esté dispuesto a aceptarla, sobreabunda con un abrazo eterno y bondadoso propio solo de quien no lleva cuenta del mal”.

 

«El corazón que no perdona, sangra»

Es necesario acompañar para poder sanar. Máxime al final de la vida, en ese misterio de los últimos susurros y del silencio, del postrero dolor y la paz. “Los ojos de quien mira con piedad y se siente mirado con misericordia se iluminan si la persona logra liberarse del sufrimiento; adquieren su tono vidrioso suave, en ocasiones con el velo de la tristeza, en otras con el dibujo de una leve sonrisa propia de quien se pone por encima del juicio, hecho o recibido”, descubre el consagrado, acostumbrado a consolar a enfermos que están en sus últimos pasos por este valle de lágrimas.

El perdón es un regalo que entregamos con el deseo de generar bien para el otro y para nosotros mismos. Y, aunque a veces sea costoso, libera del rencor y prende la luz de un escenario de reconstrucción, de humanidad, de misericordia. “El corazón que no perdona, sangra”, advierten los ojos humanitarios de este religioso, conocedores de que, de la abundancia del rencor o del juicio severo, rebosan el rostro y las palabras, generando un malestar que se vive también físicamente. “Quien puede perdonar y acoger el perdón se relaja, se ablanda”, asiente el vallisoletano de 61 años. Al fin y al cabo, “verbalizar la voluntad de sanar y el deseo de estar bien generan salud en el modo de vivir, y también de morir”.

 

«Jesús es paradigma de actitud libre ante el mal»

El Centro San Camilo recoge todas las  palabras con cuidado y silencio, poniendo –a la luz de su fundador y en la mirada del Señor– más corazón en las manos. “Jesús es paradigma de actitud libre ante el mal: libre ante el daño recibido, de modo que puede significar la crucifixión como ejercicio de entrega”, revela Bermejo, mientras desvela cómo, desde las tinieblas del Sábado Santo, se adivina una profunda expectación de la palabra dominical amorosa y vencedora, que pacifica a la humanidad.

Comprender el sentido del dolor y del sufrimiento humano es uno de los desafíos más complejos de la fe cristiana. Porque la enfermedad nos desarma, nos hace vulnerables y necesitados de la compañía de los demás. Y en ese latido custodiado que se abre a la certeza intuitiva del creer, el Pan de vida llena el vacío del dolor con su amor, en un instante: “La práctica religiosa eucarística ha tenido para mí mucho potencial de reencuentro en el abrazo comunitario”, confiesa este apasionado del vivir, para descalzarse, inmensamente frágil y vulnerable, ante la tierra sagrada que vela al final de la vida… “En la intimidad del desahogo que logramos en las relaciones de ayuda, se abre espacio la compasión que apalanca la resurrección”.

«El regalo más precioso de Dios»

El perdón demanda ser celebrado en la elocuencia de un grito o en el silencio de un guiño que colme de hondura la herida, a la luz de un nuevo nacimiento, cuando el polvo del camino se nos adhiere a la piel del alma. Fray Pedro Fernández, OP, penitenciario en la Basílica Papal Santa María la Mayor (Roma), conoce cada pincelada de este lenguaje. Su mirada, derramada a cuerpo entero para que los más cansados y agobiados vivan en permanente vuelta hacia Dios, transforma en vida eterna todo aquello que no es signo del Dios Trinidad.

“Considero este ministerio sacerdotal, que me permite estar en contacto directo con las personas y las almas, el regalo más precioso que Dios me ha podido hacer en la última etapa de mi vida”, manifiesta agradecido el sacerdote dominico de 84 años, versado en la inconmensurable ofrenda que el Padre ha confiado en lo más profundo de su fragilidad.

 

El perdón no se cura solamente con palabras

Su caminar vulnerable hacia el recinto custodiado da cuenta de su mirada, bañada en gentileza, benevolencia y bendición: “El celo por la salvación de los pobres pecadores es la vocación de santo Domingo de Guzmán”, advierte, tomando el testigo del papa dominico san Pío V, quien se encuentra enterrado allí y quien encomendó la tarea de impartir dicho sacramento.

El fraile leonés sabe que el perdón no se cura solamente con palabras. Y, al verbo, ha de acompañarle el gesto, el alivio, el consuelo. “Experimento una plenitud que me sobrepasa al colaborar con el misterio insondable de la gracia divina, que en el sacramento de la penitencia perdona nuestros pecados y rehace nuestra vida”, descubre, para enseñarle al mundo que vivir está destinado a un fin que trasciende al pecado, pues donde abunda la caída, como dejó escrito san Pablo, sobreabunda infinitamente la gracia (cf. Rm 5,20).

 

«Me dejo llevar por Dios como su pobre instrumento»

Para fray Pedro, compartir el dolor y hacerlo suyo es la entraña de la compasión verdadera, la razón primera que ambienta el encuentro desde la fe, en la presencia segura del Espíritu Santo. “Yo me dejo llevar por Dios como su pobre instrumento, limitándome a esperar, sentado en el confesonario, acogiendo al penitente, escuchándole, aconsejándole y absolviéndole con las palabras ‘Vete en paz y no peques más’”, admite. Y, entonces, “cuando se acoge al penitente como Jesús acogía a los pecadores, que son quienes necesitan el perdón, los corazones se ensanchan y los rostros se iluminan”.

Jesús de Nazaret dice a sus discípulos “a quien les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,23), dejando escrito sobre piedra un testimonio eterno para toda la humanidad: Dios es amor.

 

El aceite del consuelo y el vino de la esperanza

La teología del perdón, encarnada en el costado de Jesús de Nazaret, resucita al corazón roto de la niebla para albergarlo en un nuevo hogar, en un Getsemaní sin noche oscura, en un Calvario sin corona de espinas ni pasión. Y esa relación con Él es mediacional, de manera que se abre hueco por medio de los sacramentos, la fe y la experiencia mística: “Dios se hace presente en las heridas y las va curando con su amor”, recuerda el religioso, quien, tras 68 años como dominico y 61 como sacerdote, sabe que, solo desde ahí, cada alma encarnada puede vivir lo que ha venido a vivir, así como asumir con valor el superior designio de su propia existencia.

“No puede ser que Cristo sufra hambre en los pobres, mientras yo guarde en mi casa algo con lo cual podía socorrerlos”, decía santo Domingo de Guzmán a quienes le criticaban por desprenderse de todo cuanto tenía para dárselo a los pobres. Un desprendimiento de sí mismo que ha heredado el padre Pedro haciéndose otro Cristo, con su cruz gastada que besa cada mañana, revistiéndose con el hábito de la humanidad, donando –en cada cuenta del rosario que sujeta entre sus manos– lo mejor que tiene: su vocación de perdonar con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza, hasta que el penitente descubra el abrazo de Dios sin ataduras y le alivie del lastre que su cuerpo arrastra.

 

«Dios se ha enamorado de mí a través de Jesús de Nazaret»

En la instrumentalidad del perdón obra la gracia, casi siempre con alguna dosis de sufrimiento. Hasta santa Teresa reconocía que no se accede a la séptima morada sin flaquezas ni dolores físicos. Y en ese sendero que transita hacia el encuentro, ponemos el corazón en el Centro Asistencial Benito Menni, de Ciempozuelos. En este remanso de paz almada, me encuentro con sor Francisca Hernández Martín, hermana Hospitalaria del Sagrado Corazón de Jesús: “Sentir que Dios se ha enamorado de mí a través de Jesús de Nazaret, que me ha mirado el más bello de todos los hombres y me ha llamado para seguir su camino, embellece todo lo que hago”.

A sus 78 años, la consagrada salmantina conoce la cara más férrea y, a la vez, más delicada del perdón, la que nace en la mirada de los enfermos mentales… “Ellos son el abrazo reconciliador de Cristo. Además, de manera tangible, pues es Él quien me abraza y se deja abrazar por mí en cada uno de ellos”, confiesa, con un mirar samaritano que esculpe todo lo que toca. “Es un solo latido en tres corazones: el de Cristo, el suyo y el mío. Y los tres se hacen uno. Entonces, son innumerables las veces que recibo –en ellos– el abrazo, el beso, el consuelo y el perdón de Dios”. Así, descubre emocionada, “la misericordia y la alegría de Dios en mi vida consagrada hospitalaria, me hacen vivir esa gracia con ellos”.

 

«Él hace nuevas todas las cosas a través del perdón»

El perdón nos lleva al desprendimiento de lo propio para regalo de los demás, como un reflejo que te adentra en la hondura del Misterio: “Dios, que siempre ha preferido a los más pobres y vulnerables para curarme, hace nuevas todas las cosas a través del perdón. Si yo solamente curara sus heridas y limpiara su piel, sería solamente eso”, reconoce la consagrada, “pero cuando curas y sanas desde el corazón, entra la experiencia de cómo Dios me miró a mí para poder mirar a los enfermos”.

Para los enfermos, ese cuidado sacraliza un instante indefinible con el premio de su presencia. Solo hay que ver sus ojos cuando la miran, tras tanta lluvia vivida, vestida de la ternura que ellos necesitan… “¿Cómo son sus ojos cuando los miras?”, le pregunto, a medida que recorremos los pasillos del centro. Y contemplando el haz de luz que entra por una ventana, necesita parar ante el asombro, porque su tesoro luce en la piel de la belleza. “Veo los ojos de Cristo en los enfermos y me dejo ver desde ellos, porque ya no puedo mirar a Dios sin mirar a las vivas imágenes de Él, que son ellos. Desde Belén hasta la Cruz, los enfermos reflejan en su rostro el cuidado de un niño pequeño y el dolor de la Pasión”, manifiesta, no sin antes moldear con sus manos hospitalarias la anchura de su alma: “Cuanto más pobres y enfermos, más le representan a Él. Y, después de toda una vida aquí, te prometo que yo ya no podría vivir sin ellos”.

A veces, el enfermo mental “es el rostro herido, caído, roto, tomado por loco, por endemoniado en el tiempo de Jesús; es el desecho de hombre, el abandonado por todos, el traicionado. Es la realidad más cruda, y por eso me siento bendecida –como decía san Benito– de que se digne el Señor llamarme a cuidarle a Él a través de estos enfermos”.

 

«La herida es el lugar preferencial»

Las hermanas Hospitalarias están llamadas a amar lo más vulnerable y roto, el último latido, lo que nadie quiere. Y, por eso, siguen luchando en ese puerto de belleza frágil donde gotea –a puñados de ternura y misericordia– toda la vida que les queda… “La herida es, para nosotras, el lugar preferencial –reconoce sor Francisca–; y es ahí, en ese cobijo donde algunos ven un sufrimiento insoportable de llevar, donde Dios nos concede un corazón de madre para tratarlos como a hijos”. Sin duda alguna, “hay lugares donde solamente el Bien Amado puede transitar y señorearse con el alma bien amada”, descubre, revestida de bendición, después de enjugar su última lágrima en un abrazo divino que le ha dado María, una de las enfermas.

El perdón es liberador, rehabilita al alma llagada y engalana las grietas con una belleza que deslumbra. Y solo quien perdona, una y otra vez, como hacen José Carlos, Pedro y Francisca, siente cómo Dios limpia el barro herido, bañando de espuma sus pies tras la última ola de misericordia…