Vamos a la casa del Señor

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Todavía resuena en nuestra asamblea el eco del canto en la fiesta de Cristo Rey: “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!” Cantaba el salmista, peregrino a Jerusalén, pues ya divisaba los muros de la ciudad santa. Cantaba el ladrón, crucificado al lado de Jesús, mientras Jesús le abría las puertas del paraíso. Cantaba la asamblea eucarística, al entrar por la fe y la comunión en la casa de Dios que es Cristo Jesús.

Hoy, primer domingo de adviento, la comunidad cristiana, que emprende su camino espiritual hacia la Navidad, ha entonado de nuevo el canto de los que peregrinan: “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”

La palabra de Dios ha puesto delante de nuestros ojos una realidad misteriosa: “El monte de la casa del Señor”, “la casa del Dios de Jacob”.

Es un monte “en la cima de los montes”, “encumbrado sobre las montañas”, y, sin embargo, oímos con asombro que hacia él “confluirán los gentiles”, “caminarán pueblos numerosos”. No los atrae el riesgo de la aventura, ni la gloria de alcanzar una cumbre sólo accesible a los más capaces y más atrevidos. Aquella montaña, elevada sobre todas las montañas, no está reservada, como premio, al esfuerzo de unos pocos, sino que está llamada a ser, por gracia, lugar de encuentro para todos. ¿Qué tiene aquella montaña para que a todos atraiga? ¿Por qué unos a otros se animan a subir? Suben porque allí tiene su cátedra el Señor, y “él los instruirá en sus caminos”; suben porque tienen hambre y sed de justicia y de paz, y de allí “saldrá la ley del Señor”; suben porque buscan la sabiduría, y de allí saldrá “la palabra del Señor”; suben porque buscan ser iluminados, y allí habita “la luz del Señor”. ¡Suben y cantan!  “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!” Si sabes por qué suben, ya sabes por qué cantan.

Pero también nosotros hemos entonado el canto de los que suben a la montaña del Señor, y lo hicimos con la alegría multiplicada de quienes ya han sido iluminados por la luz de Dios.

Mientras escuchabais la palabra del profeta Isaías, los ojos de la fe se volvían a Cristo Jesús, y veíais ya cumplido lo que el profeta entonces había anunciado. En Cristo Jesús, Dios ha querido ser nuestro Maestro. Subiendo por la fe hasta Cristo Jesús, nos hicimos discípulos de Dios. De Cristo ha salido para nosotros la ley del amor, él es la Palabra de Dios que se ha hecho hombre y ha puesto su tienda entre nosotros, él es la luz que ilumina a todo hombre.

Hoy subimos hasta Cristo en la asamblea eucarística, subimos para escuchar su palabra y comulgar con su Cuerpo la paz y la justicia, la gracia y la santidad. Y mientras subimos, cantamos, pues es cierta nuestra esperanza, y es muy hermoso y deseable lo que esperamos. “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”

Hoy comenzamos a recorrer el camino que lleva a la celebración festiva de la santa Navidad. Sólo los pobres se ponen en camino. Sólo los pobres esperan una Navidad verdadera. Sólo para los pobres será verdadera la Navidad. Nos ponemos en camino y cantamos, porque el Señor vendrá y nos salvará. “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”

Y porque sabemos que es cierta la venida del Señor, sabemos que es necesaria nuestra atención a su llegada.

Es necesario velar, porque “a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Es necesario velar, pues él viene hoy para ser escuchado, viene hoy para ser comulgado, viene cada día como pobre entre los pobres para ser acogido. Es necesario velar, pues él viene a nosotros en este tiempo de gracia de la eucaristía que celebramos, vendrá a nosotros en el tiempo de gracia de la Navidad que esperamos celebrar, vendrá a nosotros como misericordia y salvación en el día glorioso de su justicia.

Es necesario velar, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer. ¿Y cómo hemos de velar? Fijaos en lo que dice el apóstol: “La noche está avanzada, el día se echa encima; dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Si permanecemos en la fe, la esperanza y el amor, estamos siempre en vela. Dejarán de velar quienes dejen de amar.

¡Ven, Señor Jesús!

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