Una cosecha abundante para el Reino de Dios

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De la mano, así es como la madre Iglesia nos lleva a gustar el misterio de la celebración eucarística: ella prepara para sus hijos la mesa de la palabra que escuchamos, ella nos ayuda a contemplar las cosas divinas, ella nos dispone para que en la mesa del Cuerpo de Cristo comulguemos comiendo y bebiendo, lo que en la mesa de la Palabra comulgamos escuchando y contemplando.

Tres imágenes ofrece hoy a la mirada de la fe la liturgia de la palabra: la de la palabra que sale de la boca de Dios; la de Dios ocupado en trabajos de labranza; la de la palabra sembrada en el corazón de los hombres.

Palabra que sale de la boca de Dios” es la palabra creadora que da consistencia al universo, es la palabra de la promesa a Abrahán y a su descendencia, es la palabra de la ley divina entregada a Israel en el Sinaí. “Palabra que sale de la boca de Dios” es la que divide el mar para dar libertad a un pueblo de esclavos, es la que convoca el maná en las mañanas del desierto para saciar el hambre de su pueblo, es la que saca de la roca manantiales de agua para apagar la sed de los rebeldes. “Palabra que sale de la boca de Dios” es la que da esperanza a los pobres, consuelo a los afligidos, fortaleza a los que ya se doblan.

Por su parte el salmista ha propuesto a la mirada contemplativa de nuestra fe la imagen de Dios, labrador solícito de su tierra.  Al darnos a su Hijo –en la encarnación, en la eucaristía-, Dios ha preparado para nosotros los trigales, ha regado los surcos, ha igualado los terrones. En Cristo, la acequia de Dios va llena de agua para el mundo entero; en nuestra eucaristía, Dios corona con sus bienes el año de la salvación.

La tercera imagen de esta liturgia festiva hace referencia al destino de la palabra del Reino. Pudiera parecernos una palabra desaprovechada, pues a nadie se le oculta que, sembrada generosamente por el sembrador –los mensajeros del evangelio-, puede malograrse de muchas maneras; pero algo en esa parábola nos está diciendo que aquel ciento por uno y aquel sesenta y aquel treinta que la semilla produce en la tierra buena, compensan con creces la semilla que haya podido perderse caída al borde del camino, abrasada en terreno pedregoso, o ahogada entre zarzas.

Antes, sin embargo, de que consideréis la parábola del sembrador como una promesa de fruto abundante para la siembra del Reino de Dios, creo que a todos nos ayudará gustar de esta narración evangélica y verla como anuncio de lo que estamos viviendo en nuestra eucaristía: la palabra del Reino es sembrada hoy en nuestra tierra, y en la santa comunión recibimos hoy la semilla de la humanidad celeste que es Cristo resucitado.

Es buena la semilla, es cuidadoso el labrador; sólo cabe esperar una cosecha abundante para el Reino de Dios.

Feliz domingo.

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